Sobre superficies y boyas barnizadas
Puede parecer un juego. Cuando nos encontramos delante de una superficie recientemente pulida o barnizada tenemos la tentación infantil de arrojarnos y patinar sobre ella, tenemos el ingenioso momento de arrastrarnos sobre esas superficies barnizadas, o cómodamente adaptadas para patinar, con una sonrisa y con ganas de jugar.
Cuando estamos en nuestro ambiente, en nuestra cómoda sociedad, también parece que nos movemos por superficies barnizadas, fijándonos únicamente en el esplendor y el brillo exterior, pero sin adentrarnos en su interior, sin importarnos qué ocurre en su interior. En cierto modo lo que hacemos es ver, pero no miramos, no nos atrevemos a mirar.
Es como si nos convirtiéramos, todos y cada uno de nosotros, en “boyas barnizadas”, introducidas en el mar, viendo solo el exterior, que en ocasiones nos alertan de un peligro, pero que no damos el paso para conocer más de ese peligro, de esa dificultad, de ese llamamiento que nos está interpelando.
En ocasiones es peor, porque somos únicamente boyas barnizadas pegadas a nuestras barcas, pero que tampoco pretendemos dar el paso para conocer más, para aportar más, para ayudar más. Somos superficies y boyas barnizadas al calor de nuestra cómoda situación, pero sin querer salir de ella nunca.
El Papa Francisco ya alertaba, en noviembre de 2014, sobre la figura de los “cristianos barnizados” (¡cuidado!, porque según nos acercamos a la Semana Santa podríamos hablar como símil de “cristianos con capirote”). En aquel momento el Papa Francisco nos indicaba que hay personas que de cristiano tienen sólo el nombre y su apellido es mundano. Son “paganos con dos pinceladas de barniz” (aquí ya tenemos las superficies y boyas barnizadas), cristianos que han caído en la tentación de la mediocridad.
Nos quedamos en la superficie, somos boyas barnizadas que únicamente conservan una línea de flotación pero que son incapaces de hundirse, es decir empaparse, en definitiva, de mojarse de la alegría del Evangelio.
La rutina es una de las tentaciones que ayuda a consolidar ese barniz, que poco a poco nos hace más insensibles, más insolidarios, menos católicos (y mucho menos universales, por eso algunos gritan ¡levantemos muros para que no vengan nuestros hermanos!, y el Mediterráneo, entre otros lugares del mundo, nos sigue interpelando como cristianos).
El Papa Francisco nos alertaba sobre el proceso que tiene lugar en nosotros y los signos que se producen: “están en el corazón: si amas y estás apegado al dinero, a la vanidad y al orgullo, vas por esa senda no buena; si buscas amar a Dios, servir a los demás, si eres dócil, humilde, servidor de los demás, vas por el buen camino”.
El Evangelio nos da las claves para salir de esos apegos y vanidades, esos orgullos y debilidades. El Evangelio además nos pone en salida, es decir en Iglesia en salida: Iglesia misionera. Para huir de ese barniz, de esas boyas barnizadas que no logran adentrarse en nada y que se quedan en la superficie, en la línea de flotación, tenemos la responsabilidad de reconocernos como discípulos misioneros. No caben más excusas. No da lugar a otra respuesta, salvo el sí confiado a Él, que nos empuja para llevar el Evangelio a todo el mundo, sin exclusión.
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