Desde El Salvador. Segunda entrega.

“Ser joven en este país se ha convertido en un delito”

Siempre que emprendo un viaje a El Salvador tengo el corazón rebosante de ilusión y alegría. Pero confieso que estos días siento el corazón en un puño. Me duele todo lo que está pasando. Me indigna de verdad. Y es que cuando estás lejos no te imaginas la realidad de la situación. Ya en mi último viaje del 2012 sentí esta sensación de inseguridad, pero ahora -lejos de atenuarse los efectos por la tan sonada imagen-mara“tregua” entre pandilleros de ese mismo año- no ha hecho más que empeorar. Las pandillas delinquen con total impunidad. Andan a sus anchas y, en ciertas zonas del país, ni siquiera la policía se atreve a entrar en su territorio. Es espeluznante la brutalidad con que comenten sus crímenes a plena luz del día, sin que nadie le pida cuenta de sus actos.

Encarcelada. Así vive la mayoría de la gente en mi querido El Salvador. Es un sentir velado y generalizado que percibo en estos primeros días que llevo por aquí. Y es que la gente no puede moverse con libertad. Si sales a la calle tienes que estar siempre atento a cualquier movimiento sospechoso. Es agotador. Y mi pobre gente tiene que acostumbrarse a vivir así: se resguardan temprano en sus casas; no salen de sus propias zonas “seguras” –si no te expones a que te maten mas fácilmente-; a no usar el transporte urbano –pero el cual usa la mayoría de la gente, porque no puede comprarse un coche-…

“Ser joven en este país se ha convertido en un delito” me dice uno de mis hermanos. Y es que los adolescentes –en especial los niños entre 10 y 16 años- son el blanco favorito de las maras. Son los posibles adeptos o posibles rivales –a los que tendrían que matar en tal caso-. Confieso que es una sentencia aterradora, pero por desgracia muy relista que resume bien el sentir de toda una sociedad.

No pretendo aquí llegar a la raíz del problema. Tampoco sé cual es la solución. Lo único que sé es que no es posible vivir tranquilos mientras sabes que a tu lado hay gente que sufre, que muere y que no tiene libertad.

Supongo que estas líneas son un grito desesperado que quiere sacar a la luz el sentir de mucha gente de mi querido país. Me siento realmente impotente.

Le pido al Señor que siga dándole fortaleza a toda esta gente valiente. Que siga siendo luz en medio de la oscuridad, porque es admirable la entereza con que la gente se levanta cada día para sacar a sus familias adelante: con alegría, con ganas, con ilusión pese a las circunstancias. Me quedo con esto último, pero reconozco que me cuesta no temer por mi hijo, por los hijos de mis hermanos, por los hijos de toda esta pobre gente indefensa que no tiene voz ni voto en esto.

 

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