A PROPÓSITO DE LA MUERTE
Estos días hemos recordado mucho a los Mártires de la UCA, a las víctimas de la guerra de El Salvador, pero también a todas las personas que actualmente siguen muriendo en mi querido país.
En casa pusimos un pequeño altar en su memoria, pero a Nicolás, el menor de nuestros hijos, esto le afectó y se echó a llorar. Nos dijo que matar a las personas era malo, que la muerte es muy triste y, que en esto, no hay nada que celebrar.
A sus nueve años Nicolás, sin buscarlo, nos plantea un dilema en el tema de la muerte, ¿por qué la celebramos si es tan triste y desgarradora?
Aunque para los cristianos la muerte no es el final de la existencia, no resulta sencillo explicárselo a un niño de nueve años, menos aún cuando para nosotros mismos supone también un trago amargo. Porque cuando alguien querido muere es casi imposible no experimentar sufrimiento, perplejidad, pena, un dolor tan grande que puede hacer estragos en el alma y suponer una ruptura de la vida -lo expreso así “dramático”, porque esto supuso para mí el asesinato de uno de mis hermanos a sus 33 añitos, afortunadamente con el tiempo, y la ayuda de Dios, las heridas cicatrizan-.
Sin embargo, es la muerte la que nos hace profundamente humanos, nos hace ser conscientes de nuestros límites terrenos y nos confronta con lo que hay más allá de ellos: Dios, la Vida Eterna.
No se trata de no sentir dolor y sufrimiento al momento de la muerte –el sentimiento de Nico es perfectamente comprensible-, se trata del resurgir que hay en la muerte, del renacer de la vida, en definitiva del Resucitar con Jesucristo. Y este resucitar también lo podemos experimentar en la propia vida: al movilizarnos para buscar unas condiciones de justicia para los que sufren, los marginados, aquellos que nada tienen; cuando estamos dispuestos a servir al otro sin esperar nada; cuando apreciamos a nuestros hermanos y todo lo que nos rodean con la mirada Dios, es decir, con misericordia, con Amor.
En la medida en que le fuimos explicando a Nicolás las razones del por qué conmemoramos la muerte de los mártires y le hablábamos de las cosas buenas que hicieron por los demás; de la huella que dejaron y que siguen dejando en mucha gente en el mundo; de que lo que celebramos en definitiva es su Vida y todo lo bueno que suscita en el corazón de las personas como el mismo Jesucristo… sólo entonces lo comprendió, dejó de sentirse triste y nos dijo muy convencido que él, cuando fuera mayor, también sería tan bueno como ellos y que ayudaría a todo el mundo. En este momento fui yo la que se echó a llorar, no de tristeza, sino de puro amor.
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