En todo amar y servir

Todas las personas humanas desarrollamos a lo largo de nuestra vida una serie de rasgos que nos identifican y que a la vez nos diferencian a unos de otros. Hay personas que ante los estímulos exteriores reaccionan de manera poco reflexiva e imprevisible; otras son más racionales, aparentemente más frías y distantes ante determinadas situaciones… y también existen personas cuya sensibilidad puede llegar a ser excesiva, propensas a sentir la realidad exterior de manera tan profunda que, hasta las cosas más insignificantes y cotidianas, pueden llegar hasta el centro de su propio ser. No pretendo hacer un análisis de los rasgos de la personalidad que existen, ni mucho menos afirmar que unos son mejores que otros, sino simplemente poner de manifiesto que tenemos una manera muy peculiar de relacionarnos con el mundo y de dar respuesta a las grandes y pequeñas cuestiones que nos inquietan en el día a día.

Resulta que acabo de ver un documental titulado “Sensibilidad al trasluz” y que en esencia habla de las personas altamente sensibles –denominadas PAS- y de su capacidad de percibir situaciones que a la mayoría de la gente pueden pasar desapercibidas. Para mí ha sido revelador, porque muchas de las situaciones que allí se describen las he vivido y padecido a partes iguales.

Hubo un tiempo en mi vida en que esto lo vivía como una carga, por mi incapacidad de aliviar el dolor y sufrimiento ajeno, por la barbarie de la que es capaz el ser humano, por la indiferencia, por la falta de solidaridad… en definitiva por “casi” todo. Era agobiante. Recuerdo una época en la que lloraba todos los días por estas cosas y, para ser honesta, sigo llorando –aunque no diariamente-, porque hay rasgos en nosotros, patrones de conducta propio de las personas que no se pueden anular. A Dios gracias también somos capaces de evolucionar y crecer, de cambiar de perspectiva y lo que antes era una carga puede convertirse en don, en privilegio, en gracia.

Tener la capacidad de colarte en la piel de otro, de compadecerte con él en el pleno sentido -de vivirlo contigo, sufrir contigo, padecerlo desde dentro- es algo inexplicable doloroso sin duda, pero también maravilloso, porque estableces una relación que te permite hacer mucho sin que hagas nada en realidad.

Como contraparte está además el experimentar gozo y alegría en las situaciones más sencillas y cotidianas de la vida, momentos que aparentemente no tienen importancia: como el apreciar una pareja de ancianos caminando de la mano por la calle, la dulzura de una mirada, una palabra amable, una sonrisa, un abrazo… llegan hasta el centro de tu ser y te produce un profundo sentimiento de agradecimiento, felicidad, gozo, ilusión…

Y es que cuando el mundo llega hasta tu corazón, es toda tu persona la que queda afectada por él, pero además, en mi respuesta, también es el mundo el que me recibe en mi entera realidad, ¡y no sólo una parte de mí! Por eso las personas somos capaces de transformar la realidad, de contribuir en el mundo, de dejar nuestra huella en aquellos que nos encontramos por el camino.

El conocerte y aceptarte tal y como eres es el primer paso. El segundo, ponerlo en juego. El tercero, buscar la manera de que tus cargas se conviertan en dones, en gracia; tu dificultad en posibilidad, oportunidad. A veces no es sencillo, pero como diría San Ignacio, Dios está en todas las cosas, dándolas y dándose en ellas, habitándolas, trabajándolas… (EE 234-237)

¿Cómo entonces no recibirlas en mi centro más profundo?

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