El pecado del mundo y la complicidad de la Iglesia

Que el mundo está en pecado es algo tan patente, que sólo hace falta echar una mirada a los cinco continentes, pero de manera especial al continente africano y asiático, sin olvidar una buena parte de América central y del Sur. Hay varias generaciones que no han conocido la paz en toda su existencia; que no han saciado el hambre nunca; que jamás han dormido bajo un techo y en una vivienda digna; pueblos enteros que siguen marginados y explotados; países depauperados por el robo permanente de sus riquezas; poblaciones en constante éxodo, huyendo del terror y la violencia; comercio de armas para enriquecerse a costa del sufrimiento y muerte de los más débiles; gobernantes que se enriquecen con el hambre, la enfermedad y la tortura de sus gobernados, poniendo a buen recaudo, en paraísos fiscales, sus inmensas riquezas acumuladas de manera injusta; y un largo etcétera de dolor y sufrimiento sobrehumano. Se sufren los cinco “misterios dolorosos”: la traición del huerto, la flagelación, la coronación de espinas, la cruz a cuestas (esta vez sin Cireneo) y la crucifixión.

  Si todo esto no es pecado, que alguien con la mente más despierta le dé otro nombre. He llegado a pensar en la posibilidad de que todo eso sea lo que el Evangelio llama “el pecado contra el Espíritu Santo”, y que nadie todavía ha sabido identificar, a fe cierta, en qué consiste. Un pecado imperdonable, porque no ha producido arrepentimiento ni propósito de enmienda a lo largo de tantos siglos, ni da lugar a la esperanza de que algún día se repare tanto daño, tanto dolor, tanto desamor.

  El mundo está en pecado grave porque no quiere cambiar la situación. Hay demasiados intereses creados, a nivel de países, de entidades, e incluso personales. ¿Está alguno dispuesto a que cambie la situación, a que el primer mundo en que vive deje de serlo para que el tercero o cuarto mundo deje también de serlo? Mucha gente hace “cositas”, reza a Dios por el cambio (pero el cambio no lo va a hacer Dios sin nuestra colaboración); reparte un poquito de su dinero, sin que se lesione su bienestar (pero los parches no resuelven el problema; a veces pueden aliviarlo mínimamente); se crean voluntariados, ONG, solidaridades (pero ante un problema tan enorme, es más el testimonio que la eficacia); ¿qué personas, familias, instituciones civiles o religiosas, comparten “generosamente” (es decir: hasta bajar efectiva y sustancialmente su nivel de vida)?

  Y de este pecado, la Iglesia también es cómplice. Cuando en los medios y en muchos juicios se habla de “la Iglesia”, generalmente se refiere a la jerarquía. Yo no voy a caer en ese reduccionismo injusto (harto tiene ya dicha jerarquía con estar tan alta y tan visible para llevarse todas las críticas, las merecidas y las injustas). La Iglesia, para mí, es toda ella; no una sola parte. Es la iglesia docente y la iglesia discente; es la iglesia jerárquica y la iglesia pueblo de Dios; es la iglesia consagrada y la laica. Somos todos lo que decimos seguir a Jesucristo, aunque me voy a referir más a la “iglesia católica”. 

Afirmar que nuestra iglesia es cómplice del pecado del mundo puede sonar, para algunos, poco menos que a blasfemia; a otros a desconsideración, a falta de respeto, o a crasa equivocación; y para otros, al menos, a falta de aprecio.

Admito todos los calificativos, aunque no estoy de acuerdo con ninguno de ellos. Yo creo que hacer esa afirmación es hacer un acto de sinceridad, más que otra cosa. Pero una sinceridad que duele en propia carne, porque yo soy, también, parte de esa iglesia que coopera al pecado del mundo (y me avergüenzo). Formo parte del mundo y de la iglesia, y por ambas partes me avergüenzo.

Todo esto, parece demasiado dramático, pero el verdadero drama es la realidad que vivimos (unos provocándola y otros sufriéndola).

   He oído decir muchas veces, cuando sale la conversación o el análisis de la situación injusta que padecen los pueblos y personas del tercer mundo, esta expresión, que no sé si es derrotismo, falta de esperanza o simplemente autolavado de conciencia: “¿Pero yo qué puedo hacer?”.  Esta pregunta en primera persona del singular (que no sirve de mucho), ¿nos la hemos hecho, también y sobre todo,  a nivel de toda la comunidad cristiana? ; y podríamos también incluir a personas no creyentes o no cristianas, pero de una gran buena voluntad?

Eso es lo importante, eso es lo eficaz, eso es lo que, de verdad, compromete.

  Solemos echar la culpa a los países ricos, poderosos, explotadores y egoístas, y a sus dirigentes que no quieren comprometerse. Y claro que la tienen. Pero los ciudadanos cristianos o no, si nos uniésemos para exigir a los gobernantes otro comportamiento, ¿¡no se conseguiría? Cuando a un partido se le deje de votar, cuando a un gobierno se le ponga entre la espada y la pared a fuerza de las exigencias de todos (llámese huelga, desobediencia civil, crítica mediática, grupos de presión, etc), cuando todos los que de verdad nos lamentamos y repudiamos la situación de injusticia y falta de apoyo, nos uniésemos, no cabe duda de que las cosas cambiarían. Nuestro pecado estructural, colectivo y personal, sólo obtendría absolución con una decidida postura crítica y valiente por una causa justa, contra las causas injustas que producen la realidad mundial.

 Félix G. L. ss.cc.

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2 Responses to “El pecado del mundo y la complicidad de la Iglesia”

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