Butaca 21

Roma, de Alfonso Cuarón, cuenta la historia de una joven sirvienta en una familia acomodada en Ciudad de Méjico durante los años setenta. El director entremezcla recueros de su infancia con acontecimientos históricos para crear una obra que se ha sobrepuesto a los prejuicios sobre la producción y distribución para arrancar el aplauso unánime de crítica y buena parte del público.

Mucho se ha escrito sobre Roma en los últimos meses. Su director posee una de las filmografías más variadas e interesantes del panorama actual y, encima, puede presumir de no tener ni una peli mala. Por ello ha alcanzado el estatus de autor dentro de una industria que ya le encumbró con el premio a mejor director por su anterior trabajo (Gravity, 2013).
Paradójicamente en su nueva obra no ha optado por servirse de toda la maquinaria hollywoodiense, sino que ha vuelto a su país natal para rodar su obra más personal hasta la fecha.
Pero también se trata de su película menos accesible para al gran público. Entre sus muchas virtudes como realizador Cuarón destaca por tener muy presente al espectador con el fin de proporcionarle una experiencia única. Véase como ejemplo la famosa escena del coche en Hijo de los hombres (2007) o el empleo del 3D en Gravity. En ambos casos el realizador logra sumergir al espectador en la pantalla gracias a esas filigranas técnicas marca de la casa. Sin embargo, en Roma parece haber preferido insuflar vida a un álbum de recuerdos de la infancia que atesoraba en algún rincón de su memoria. Cuarón abandona la ciencia-ficción y la fantasía para rodar una suerte de documental de su niñez, se olvida de la acción y se pasa al costumbrismo, deja a un lado las acciones heroicas y reivindica la heroicidad que a menudo subyace en el quehacer cotidiano.
La grandilocuencia y las virguerías a las que nos tiene acostumbrados están en este caso al servicio de una sencilla mujer que jamás imaginó convertirse en el motivo de una película. Una mujer, Cleo, cuya vida se reduce prácticamente al trabajo como sirvienta en una casa que se mantiene a flote en gran parte gracias a ella (y por momentos es literalmente así), y en la que los problemas son muy diferentes a los suyos. El silencio de este personaje que, pese a ser protagonista, cuenta con pocas líneas de diálogo, invita a realizar un ejercicio de empatía y a imaginar todo lo que acontece en su interior, escondido tras esos primeros planos de una actriz que debuta por la puerta grande. El amor que demuestra el director hacia este pobre personaje es tan grande que se contagia a través de la pantalla para lograr que el espectador reviva ese mismo sentimiento hacia esas otras “Cleos” que haya podido conocer a lo largo de su vida.

Roma es un homenaje a la sencillez y una oda a la belleza de las vidas grises. Desde ahí se entiende que la cinta beba del naturalismo y el neorrealismo. Sin embargo, adolece por eso de los mismos males que sus fuentes de inspiración: cierta falta de emoción. Es cierto que el film cuenta con algunas secuencias emocionantes como la ya famosa escena de la playa, pero no se trata de una película emotiva. De hecho, algunos critican que prácticamente no pasa nada a lo largo de sus más de dos horas, que no casi hay acción en sentido narrativo. Si la emoción es lo que da sabor al cine digamos que Roma no es en absoluto un plano de comida rápida y en cambio exige o un paladar más cultivado, o estar dispuesto a aprender a disfrutar de la haute cuisine.

Pese a todo se erige como la gran favorita para alzarse con los premios más importantes en la noche de los Oscars. Su victoria puede ser tildada incluso de necesaria. El suyo es el triunfo de una nueva forma de producir y distribuir el cine, de una cinematografía que va más allá de Hollywood y, sobre todo, de todas esas vidas que no parecen de película pero que encierran hermosas historias.

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