Corazones en red

En estos últimos días he tenido la ocasión de celebrar y presidir dos Bodas de Plata (25 aniversario de matrimonio).

• 25 años de lucha, de entrega generosa y de amor compartido.
• 25 años de esfuerzos de compresión, de pequeños triunfos y fracasos.
• 25 años, por encima de todo, de amarse y perdonarse.
• 25 años, de compartir cuerpo y alma.

Veinticinco años de matrimonio merece la pena celebrarlo. Las estadísticas nos dicen que el 50% de los matrimonios realizados desde hace unos pocos años para acá, se rompen; se divorcian o se separan. Y uno se pregunta: ¿qué es lo que ha pasado a esas parejas? Las causas pueden ser varias, pero se pueden reducir, en la mayoría de los casos, a unas pocas: falta de fidelidad, no haber cuidado el amor, falta de sacrificio para aceptar los fallos y debilidades del otro. Y uno sigue preguntándose: ¿dónde ha quedado la promesa, hecha con tanto entusiasmo el día de la boda, de aquello:” en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”?

Por eso, creo que esos veinticinco años, y el deseo de continuar para siempre, vale la pena celebrarlo, y entonar la acción de gracias a Dios por haber contribuido eficazmente a esa permanencia, hoy tan difícil; esa fidelidad, hoy tan denostada; esa entrega mutua, que implica mucha generosidad, y, a veces, sacrificio del propio yo, para pensar en el yo del otro.

Yo, que soy célibe, tengo una gran admiración por los matrimonios que son capaces de mantener su amor y compromiso “hasta que la muerte los separe”. Y me da una inmensa pena ver matrimonios (que están llamados a hacerse felices), que se llevan mal, que no se quieren, que no se respetan, que no se hacen felices. En la entrega mutua de las arras, se dicen los esposos:“recibe estas arras, como prenda de la bendición de Dios, y signo de los bienes que vamos a compartir”. La bendición de Dios no puede fallar, porque Dios es fiel a sus promesas. Cuando se habla de  compartir los bienes, no se refiere exclusivamente a los bienes materiales; hay otros bienes más valiosos que no siempre es tan fácil de poner en común: el amor, los sentimientos, las alegrías y las penas, la fe, la educación de los hijos…

Hay algo que en el matrimonio es fundamental, y que a veces puede fallar. Y cuando falla, es ahí donde empieza la ruptura. Me refiero al perdón. En la vida matrimonial como en toda convivencia, si es intensa, surgen pequeñas o grandes desavenencias, faltas de comprensión, olvidos, malos entendidos, diferencia de caracteres, etc.. Y todo eso crea situaciones que rompen o resquebrajan la convivencia, la confianza o la estima. Entonces es el momento y el lugar del perdón. Pero un perdón generoso, sin condiciones. Donde no hay perdón, no hay amor. Por eso Dios perdona siempre, porque ama siempre. Por todo lo dicho…¡Felices Bodas de plata, o de oro…!

                                                                                                              Félix González

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