La sangre como vida y como diagnóstico

Esta mañana he estado en el Hospital con motivo de una extracción de sangre. Me ha llamado la atención un niño pequeño (unos tres años) que iba para lo mismo, y a quien su padre trataba de animarlo: ¿Verdad que tú vas a ser un gran campeón? El niño daba muestras de aprobación, aunque luego al ver la jeringa, la enfermera con la bata blanca, y los preparativos (no digo ya el pinchacito) se pudo menos de deshacerse en un mar de lágrimas y un océano de frágiles gritos.

Esa es la anécdota tempranera de este día. Pero la tal anécdota dio lugar a la reflexión posterior, durante el largo tiempo de espera. Las largas esperas hospitalarias dan ocasión para observar y para pensar. Pensaba en la cantidad de gente que cada día va a entregar sangre, meterla en tubitos, analizarla, y sacar conclusiones de su investigación. Y es que la sangre es un pozo de sabiduría a la hora de diagnosticar una enfermedad, una anemia, un estado de salud.

En otro lugar, también, había un grupo de gente donando sangre. En este caso lo hacían de modo altruista, para que otros la recibieran. Nuevamente el valor de la sangre para la vida, para dar vida, para salvar vidas. Un acto de solidaridad, de caridad, de civismo, de donación de sí mismo.

Por otra parte, pensaba en otra sangre: la vertida en las contiendas, en las guerras, en las luchas callejeras, en la violencia de género, en los infanticidios.

Y en el curso de mi pensamiento, también estaba Dios, el verdadero dueño de esa sangre, porque esa savia vital es vida, y la vida solo es de Dios.  Pero su administración, como todo lo recibido, está en manos del hombre. Y ese tesoro se puede emplear para el bien, y se puede derramar para destruir la vida. Ese es el gran misterio de generosidad por parte de Dios, y de la libertad omnímoda por parte del hombre. Misterio de generosidad y misterio de egoísmo.

Jesús dio voluntariamente su sangre en la cruz, como redención, como liberación, como salvación. Y en la Eucaristía seguimos gozando de los efectos salvadores de esa sangre: “por vosotros y por todos los hombre”.

Por eso, los donantes voluntarios de sangre participan de esa redención (y no creo que sea ninguna herejía afirmarlo). Formamos con Cristo, según San Pablo, un solo cuerpo, cuya cabeza es Él. Y los miembros de ese cuerpo pueden, unidos a la cabeza, colaborar a la redención, a la liberación, a la sanación de otros miembros enfermos (de otros hermanos).

Ojalá haya muchos donantes de sangre para salvar vidas, pero nunca se derrame para quitarlas. Un administrador no es el dueño de los bienes del Señor.

                                                                                             Félix González

 

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