IV Domingo de Adviento
Estamos a las puertas de Navidad. Hemos hecho un recorrido de cuatro semanas por el tiempo de Adviento. Hoy, cuando nos quedan todavía tres días para la gran celebración, las lecturas de la liturgia nos hablan ya de que Dios-Hombre se encuentra ya entre nosotros, en este mundo, aunque todavía en el vientre de María. María está embarazada, y a punto de entregarnos el gran tesoro de su Hijo e Hijo de Dios. Gran misterio, que nunca acabaremos de agradecer. La salvación se hace cercana, inmediata. Aprovechemos estos pocos días para prepararnos con más intensidad a acoger en nuestro corazón y en nuestro comportamiento esa salvación que es Jesús. El evangelista le da a Jesús, según la tradición bíblica, el nombre de “EmmanueL, que significa y es: “Dios con nosotros”.
El día de Navidad se nos dirá que “el Hijo de Dios se hizo hombre, y habitó entre nosotros”, y usa esta expresión: “puso su tienda entre nosotros”. No vino de paso, sino que se quedó. Estamos tan acostumbrados a celebrar una Navidad tras otra, cada año, que corremos el peligro de acostumbrarnos, y no dar la importancia que se merece a este regalo de Dios a la humanidad. Lo peor que hay es acostumbrarse, convertir en rutina los grandes acontecimientos. Pasa igual con la Eucaristía. Nos acostumbramos a celebrarla todos los domingos, y es posible que no caigamos en la cuenta de su valor, y lo convirtamos en la rutina que destruye toda sorpresa. Ese es el riesgo. Saber que Jesús viene cada domingo como alimento y ejemplo de entrega a nosotros, y lo recibamos sin que provoque en nosotros, un agradecimiento y un compromiso. Hay personas que confiesan que la Navidad les pone tristes. Doy fe de ello. Y me pregunto: ¿por qué? Y encuentro una posible razón (o varias razones). Me explico. Si la Navidad la ponemos o valoramos por la nostalgia que produce la falta de algunos seres queridos en la familia; si añoramos la niñez, cuando disfrutábamos, inconscientemente, de las fiestas, sin más preocupaciones; si ya no gozamos de las ilusiones de la buena mesa, de los regalos, de las vacaciones escolares, etc, es lógico que echemos de menos el tiempo pasado, y pensemos, como el poeta Jorge Manrique, que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Y todo ello es motivo de cierta tristeza, de añoranza, o menos ilusión. Para otros hay otro motivo. Les entristece el derroche de luces y de gastos, mientras una gran parte de la humanidad en los “terceros mundos”, y mucha gente del primero, por causa de la crisis actual, carecen de lo más elemental para subsistir con dignidad, y un mínimo del estado del bienestar. Eso les roba u n poco de alegría, les entristece. Pero la Navidad está en otros parámetros. El recuerdo, y la actualización en nuestros corazones de la venida de Jesús al mundo, es motivo de gozo, aún cuando se den las circunstancias antes aducidas. Hasta un pobre, un enfermo, un marginado, puede llegar a sentir la alegría interna de sentirse salvado, de sentirse querido por Dios. Difícil, pero posible y coherente. Y la Navidad, a pesar de tantas cosas que pudieran disminuir, e incluso hacer desaparecer la alegría, es un motivo más fuerte para alegrarse, aunque falte el pavo y sobre crisis, aunque la niñez esté ya repasada, y los años nos hayan hecho ver las cosas de manera más realista.
Félix González
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