El hijo que no se marchó de casa

(Parábola)prodigo

No, este hijo no se marchó de casa como su hermano. Él era más casero. Allí tenía de todo, y sin esfuerzo. Tal vez echaba en falta un cabrito para celebrar una fiesta con sus amigotes. Pero el padre no caía en la cuenta, y a él le faltaba confianza para cogerlo del rebaño.

Tal vez, ese era su mayor defecto: no llegar a conocer la bondad de su padre, que estaba deseoso de complacerle en todo, para que fuese feliz.

Era trabajador, no daba disgustos a su padre anciano, y nunca se le hubiera ocurrido pedir anticipadamente la herencia a su padre, y marcharse de casa, como el cabeza loca de su hermano.

Por eso, cuando éste volvió, haraposo, sin blanca, humillado, hambriento, sucio y arrepentido, se indignó y fue capaz de encararse con su padre por haberlo recibido con cariño y misericordia. ¿Con qué derecho volvía a casa, después de gastarse la herencia? Es verdad que solo pedía ser tratado como uno de los jornaleros de la casa, pero ni eso se merecía; y menos aún, que el padre le organizase una gran fiesta. ¿Por qué había de matarse, en su honor, el ternero cebado, cundo a él nunca le habían dado ese cabrito que deseaba para hacer un fiesta sencilla con los amigo?

¿Dónde estaba la justicia? Se negaría a participar en la fiesta; no contribuiría a esa injusticia. Perdió el respeto al padre que le invitaba a participar; faltó al amor fraterno; se mostró orgulloso, soberbio y envidioso. Pero un buen hijo, porque no había hecho ninguna locura como el hermano.

No había entendido que, como le dijo el padre, en aquella casa todo era suyo, y podía tomarlo cuando quisiera. Y es que cuando no hay confianza, nace la desconfianza.

Es verdad que el hermano “pródigo” había abusado de la confianza, pero encontró la misericordia del padre, porque tuvo la humildad suficiente de reconocer su fallo y “volver a la casa del padre”. Pero él, tan recto en su comportamiento, nunca tuvo que volver a la casa paterna, porque nunca la había abandonado. Y no la había abandonado porque era más cómodo vivir

sin muchas preocupaciones, con la mesa puesta y un techo seguro. Pero se sentía forastero en tierra extraña al no tener la confianza de la buena convivencia y el cariño de los seres queridos.

El pecado del hijo pródigo, fue grande, pero explicable, dado el deseo que siempre ha tenido la juventud, de independizarse, y vivir su vida sin que nadie la dirija o la juzgue. Pero el pecado del hermano es repulsivo, porque le faltaban entrañas de misericordia; y en tanto tiempo junto al padre, no había comprendido aquello de “Misericordia quiero, y no sacrificios”.

Félix González

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