Corazones en red

(Final del “Tiempo Pascual” y comienzo del “Tiempo Ordinario”)

Decíamos al comienzo de la Pascua, la Pascua florida, que iba a durar cincuenta días, hasta que llegase la “Pascua granada”  de Pentecostés:   Ya ha llegado. Sí, termina el “tiempo de Pascua”, pero no termina “la Pascua”, porque la Pascua es Cristo Resucitado, y él dijo:”Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt.28, 19). Y aunque ya no se enciende el cirio pascual en todas las Eucaristías, no quiere decir que no se encuentre presente; su presencia simbólica se reserva para esos dos momentos fundamentales de la vida de cada persona: el Bautismo (nacimiento) y los entierros (la muerte). Cuando Jesús se va junto al Padre (ascensión), y los apóstoles reciben el Espíritu Santo, comienza el tiempo de la Iglesia. La “misión” recibida de Jesús (“Id por todo el mundo y anunciad la Buena Noticia”), pone en acción a los seguidores del Señor. El mundo greco-romano va a saber, por boca de los apóstoles, que el Crucificado, está vivo.

La Iglesia naciente empieza a crecer, comienza a influir en las conciencias y en el comportamientos de muchos que nunca han oído hablar de ese Jesús, que se anuncia con tanto entusiasmo y fidelidad. Fidelidad que conlleva, en tantas ocasiones,  la persecución y a la muerte. Bajo la acción del Espíritu santo van surgiendo las primeras comunidades cristianas, después las segundas, las terceras… hasta el día de hoy, en progresión constante. Los discípulos, todos los seguidores de Jesús, gastan sus fuerzas y sus vidas en la evangelización. Al ver tanto entusiasmo, tanto jugarse la honra, los bienes y la vida, uno queda, por una parte agradecido y admirado. Pero por otra parte, una pregunta más se agolpa a nuestro entendimiento: ¿dónde ha quedado el celo y entusiasmo de los comienzos? Es verdad, y está bien patente, que hay muchos cristianos que no desmerecen de sus antepasados.

La historia pasada, reciente y actual, cuenta con verdaderos testimonios, de mártires por la fe, de vidas entregadas al servicio del débil, de personas que dan ejemplo de fidelidad al Maestro con su vida de cada día. Todo eso es verdad. Una verdad gozosa. Pero el inmenso resto, los cristianos sociológicos, los bautizados sin compromiso, los indiferentes a pesar del nombre de cristianos, ¿qué han hecho de su fe, de sus sentimientos, de lo que debiera significarlos? Hace poco se nos daba la cifra de “mil millones, doscientos mil” (1000.200.000) cristianos en el mundo. Todo un ejército, capaz de ganar con su doctrina y su vida al resto del mundo, si tuviéramos el entusiasmo de los primeros seguidores de Jesús. Pero, no. La apatía, la comodidad, el poco entusiasmo, la débil fe, influyen en una postura “pasota” e indiferente, que no convence a nadie, y que supone una rémora y un freno a la extensión del Reino de Dios. No culpemos al Espíritu Santo, que sigue presente en la Iglesia y en los corazones, pero que se ve incapaz de mover la resistencia de tantas voluntades. Dios quiere contar con el hombre para dignificar al hombre, para dirigirlo hacia Él. Si el hombre no colabora, si el cristiano permanece dormido, inactivo, indolente, el avance del Reino se paraliza o ralentiza.

Félix González ss.cc.

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