Morder el polvo del desierto

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Lc 4,1-13

En el camino de la subida al Monte de la Misericordia, que nos propone nuestro querido Patxi V. Fano, comenzamos el primer domingo cuaresmal pisando fuerte, con un evangelio que despierta nuestros posibles letargos y nos pone en clave de conversión, renovación y búsqueda de la voluntad de Dios, en medio del desierto que, en muchas ocasiones, nos ofrece la propia vida y que es un lugar necesario en la experiencia espiritual. Como expresa Madeleine Delbrêl, “vaya donde vaya el hombre, incluso al desierto, ha de hacer allí su desierto”.

A lo largo de la vida existen muchas formas de ser llevados al desierto por el Espíritu, como lo fue Jesús: una enfermedad larga o agresiva, la soledad, una depresión, una ruptura familiar o una situación laboral difícil que amenaza la seguridad económica, acompañar el dolor insoportable de ver sufrir a quienes amamos, una muerte por accidente que nos conmueve hondamente, el desarraigo de la tierra natal propio de los emigrantes, la impotencia ante la injusticia. Para otros será un drama interior: el dominio de las adicciones, la sensación de que todo aquello por lo que apostamos se viene abajo, el olvido de personas que son importantes para nosotros. Y tantas otras maneras de emprender la travesía en el desierto. No tenemos más remedio, hemos de recorrerlo ligeros de equipaje. No es el final del camino sino una etapa que hemos de transitar, porque no estamos hechos para instalarnos en la angustia y el sufrimiento.

Para algunas personas el desierto no es etapa sino parte demasiado protagonista de la propia trayectoria. Parece dar el sentido o sin-sentido último de la vida. Así lo expresa Touria Dahmani, una residente de Llar de Pau en Barcelona, donde habitan veinticinco mujeres en riesgo de exclusión social amparadas por las Hijas de la Caridad. En su poema La verdad nos muestra el desgarro de los que han anclado, sin más remedio, su travesía en el desierto:

            Siento la verdad dentro de mí,

            tengo miedo a la vida,

no tengo fuerzas para intentarla cambiar.

No puedo caminar sola,

necesito un abrazo suave y una voluntad fuerte.

Me abro pero el mundo me encierra.

Y tengo un sueño,

pero cuando abro los ojos,

cuando despierto,

solo hay la nada

y vuelvo a mi mundo,

el mundo de la verdad.

            Nuestro ir al desierto no puede olvidar la solidaridad con los que se hallan enclavados permanentemente en él, como condenados a estar forzados por el castigo cruel y rutinario.

            Nuestro ir al desierto no puede olvidar la solidaridad con los que se hallan enclavados permanentemente en él, como condenados a estar forzados por el castigo cruel y rutinario.

 

Vaciamiento de sí

El camino aventurado y fascinante del beato Carlos de Foucauld, nos muestra las maravillas de quien se ha dejado conducir al desierto y descubre allí la acción de Dios sintiéndose hermano universal: “Hay que pasar por el desierto y quedarse para recibir la gracia de Dios: allí uno se vacía, aleja de sí todo lo que no es Dios y vaciamos completamente nuestra alma para dejar todo el lugar a Dios solo. Es un tiempo de gracia. Es un período por el cual toda alma que quiera dar frutos debe pasar necesariamente…”.

Carlos actualiza la profecía: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,16), convirtiendo el desierto en un lugar privilegiado de encuentro personal y de escucha de la Palabra. Quiere seguir apasionadamente las huellas del Señor, parecérsele en todo. Por eso, su existencia no fue nada extática, por lo que lo encontramos siempre mordiendo el polvo de los caminos y del desierto, siempre queriendo vivir enraizado en el Corazón de Jesús y llegar así al corazón de sus gentes. Instrumento en las manos de Dios: Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras…

Lo magnífico enmascara un infierno

En el desierto Jesús fue tentado porque fue por la vida como “uno de tantos”. Esto quiere decir que fue tan sujeto de necesidades como cualquiera de nosotros; sin embargo, tuvo la lucidez de desenmascarar trampas porque estaba “des-centrado” de sí y referido radicalmente al Padre.

Se le aparecieron realidades en apariencia muy atractivas que pretendían seducir su voluntad y su misión última. Ir al desierto es también tener la valentía de dejar que Dios actúe, de vaciarnos de lo que no es de Él y nominar lo espejismos que pueden atrapar lo mejor de nosotros mismos. Ante lo engañoso del Tentador, el Maestro se deja guiar por la Palabra que circula por su organismo como expresión de su intimidad más íntima. Lo sintetiza con agudeza Dolores Aleixandre: “Frente al ídolo del poder y del tener, Él se mantiene en pie; frente al deseo de utilizar su condición de Hijo en su propio beneficio, elige el camino de la obediencia; frente al discurso del éxito y la fama, él elige el del servicio”.

El sacerdote Pablo Domínguez lo explicaba en los últimos ejercicios espirituales que predicó a las monjas cistercienses de Tulebras (Navarra) antes de morir en el descenso del Moncayo: “Como somos tantos y tan diversos, el Señor nos mostró las tres tentaciones típicas en las que están todas incluidas. Elegir: esto es la vida. Cada día nuestro es volver a decir que sí a Dios, elegirle a Él ante circunstancias muy diversas”.

No es fácil mantenerse en pie como Jesús en su “sí” incondicional al Padre. Basta con que miremos tantos casos de corrupción en la vida social y política, realmente desalentadores porque alimentan los beneficios de unos pocos ignorando las carencias de los más desprotegidos. Incluso los más cercanos al Maestro están próximos a la tentación del poder, de tener un nombre, un buen puesto, ser gente importante. No, no, no va por ahí el camino de Jesús. Lo nuestro es servir. La fe nos lleva al servicio y el servicio de los amigos de Jesús brota de la fe.

 El jesuita José María Rodríguez Olaizola define magníficamente la tentación: “aquello que parece magnífico, pero que enmascara un infierno, porque sus consecuencias terminan siendo terribles”. Terribles porque nos arrastran a lo peor de nosotros mismos o a privarnos de la propia libertad, subordinados a las más diversas ataduras. Tentaciones de ayer y de hoy, que tocan dimensiones fundamentales de la persona humana: el tener, el poder y el ganar. ¿Quién no se ha sentido tentado nunca por ese tipo de ansias? Jesús pudo sortear esas pruebas del desierto y lo hizo porque tenía muy clara cuál era su meta: amar. Quien ama se ríe de las tentaciones, porque está en otra onda. El que vence la tentación se ve rodeado de la alegría rebosante del corazón que siente que su vida es “de” y “para” Dios. La cuaresma es un tiempo de pruebas y de gracia.

Jesús nos da señales de sobra con su actuar, en consonancia con su misión de hacer presente el reinado de Dios. Nos muestra un camino de liberación parecido al que un mudo puede experimentar cuando recupera la voz. El que se expresa tras un tiempo de privación se siente una persona completamente nueva y reintegrada en la comunicación con su entorno. Sin embargo, a pesar de todos estos signos, siempre surgen los “peros” a la acción del Señor. La incredulidad, la falta de radicalidad, la indiferencia, el compromiso “líquido” o “light” nos llevan al conflicto y a la división existencial. Por un lado, Jesús nos fascina, por otro, tratamos de reducir los efectos de su influencia con el relativismo o con la rebaja de nuestro compromiso. La cuaresma es tiempo para afrontar la lucha de nuestro interior, para que no quedemos contaminados por el mal y nos adhiramos a la seducción de Jesús.

Dibus: Patxi Velasco FANO

Texto: Fernando Cordero ss.cc.

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