El viejo comedor
El viejo comedor se ha quedado detenido en el tiempo. Un tiempo en que la gente acomodada tenía una habitación para cada cosa: el cuarto de estar, el dormitorio, la biblioteca, el de juegos, costura, invitados… Comer era un rito con normas de urbanidad, entrada, primer plato, segundo, postre y una doncella que servía a la mesa siempre por la izquierda del comensal. No había televisión, ni móvil, ni Tablet que interrumpiera. “¡Niño, no pongas los codos sobre la mesa!”. El padre y la madre imponían respeto, nadie osaba levantar la voz y menos llevar la contraria a los mayores.
Hoy el comedor, de museo, está vacío, la doncella es un maniquí y nadie recuerda ya a las personas que se sentaban diariamente a esa mesa.
Y yo me pregunto: ¿Hemos cambiado tanto? Sí, desde luego en las formas, la educación, quizás el respeto, el rítmo del tiempo y las ocasiones de comer juntos toda la familia. Pero el vínculo, la calidez de la escena, la relación y lo que en verdad importa no dependen de que haya tele, sirvienta o normas estrictas de urbanidad. Lo esencial radica en lo mismo: esa corriente secreta, esas vibraciones que unen a la familia o a los amigos, la comunicación del convite, que significa “con-vida”, compartir no solo el alimento, sino palabras, risas, anécdotas, las tristeza y gozos de la jornada. Eso no se pierde, impregna las paredes del hogar y vive para siempre. Y ese alimento integral pedimos con “el pan nuestro de cada día”.
Hoy la gente come en la cocina sentado en un banquito y de uno en uno, conforme van llagando a casa. Solos o acompañados repiten este ritual diario. Una revista, un smarphon o una tablet reemplazan a la familia.