Pablo Ráez, una razón de vida


PABLO RAEZ Y LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

Acaba de comenzar la cuaresma, el miércoles de ceniza me ayudaba a introducirme en ella un vídeo televisivo de Pablo Raez, el joven de Marbella, que con su modo de vivir la enfermedad y de enfrentarse a la muerte, se ha adentrado en el corazón de la sociedad española y ha sido noticia priorizada en todos los medios de comunicación social, ocupando lugar privilegiado en los telediarios durante varios días. El jueves compartía un día de oración con los sacerdotes de mi diócesis, acompañados por el arzobispo, el cual eligió un texto evangélico en el que se nos invitaba a ser pequeños y como niños ante el Reino de Dios. Orando ante el santísimo enseguida me vino a la mente las imagen y el testimonio de Pablo.

Comenzó mi contemplación con una de las frases de su padre en el reportaje, cuando comentaba que al entrar en la planta de tratamiento para la leucemia en el hospital, con su pequeña maleta, su hijo le dijo: “Papa, ahora ya se acabó mi infancia”. Le tocaba vivir y enfrentarse a una situación de dureza profunda, se le pedía una madurez nueva que tenía que elaborar y estrenar, él era consciente de la frontera que estaba pasando en ese momento tan simbólico. Después todo un proceso de dos años en el que por su modo de vivir la enfermedad, tan auténtico y original, ha traspasado la muerte de un modo singular y fecundo. Y eso es lo que ayer me seducía de su persona y su testimonio, cuando comenzábamos una cuaresma que una vez más apunta a la Pascua de la Resurrección, a la plenitud de la vida, a la vida eterna a la que se llega por la puerta de la cruz y de la muerte. Desde ahí surgía en mi interior una oración agradecida al Padre y a Pablo Ráez: “Gracias Padre, por darme este signo vivo de tu espíritu resucitado en la persona de Pablo Ráez… por él, hoy creo y espero más en la resurrección”. Hoy sentía el deseo de parafrasear con el apóstol Pablo que “si Cristo ha resucitado, Pablo Raez también resucitará”.

Contemplaba, a la luz de su testimonio, que este joven había vivido en lo oculto y lo anónimo del mundo, como Jesús en Nazaret, había intentado salir de la monotonía y buscaba en el deporte el lugar de la originalidad, las claves del vivir superándose y logrando su propio lugar específico, pasando de un deporte a otro y entregándose a fondo en ellos. Rechazaba estar en un sofá, quería encauzar su impulso y activismo en aspectos positivos para su persona. Vivía centrado en él y en los que le rodeaban como la inmensa mayoría de la sociedad, en una infancia prolongada. Pero el hachazo de una analítica realizada por razones casi deportivas, el sufrimiento de una rodilla, le llevó a la frontera de su infancia –su autocentramiento- y de la vida. Y tuvo que entrar en el deporte del despojamiento y del espíritu. En el entrenamiento del yo que se desnuda de todo ego para abrirse a la alteridad viviendo lo más propio, en este caso su enfermedad. Y ahí, con todo el ánimo de su espíritu se abrió al Espíritu de un modo radical y nuevo.

Desde la enfermedad se acercó a la búsqueda del sentido en el interior profundo de su yo y se abrió a los demás, a todos los enfermos de un modo original y único, a toda la sociedad con un mensaje de salvación y de esperanza profético, a la vez que se adentraba en el misterio de lo divino, para entender la existencia como proyecto, en un juego realmente comprometido, con una normas que no venían dictadas por uno mismo sino que las imponía una naturaleza débil en proceso, cargada de limitación, sufrimiento y muerte. Ahí unió fe y vida, salvación y enfermedad, vida y muerte, oscuridad y esperanza. Se abrazó a Cristo y supo vivir y morir como él, siendo auténtico y original. Entendiendo la vida y la muerte desde el amor y la entrega, siendo para los demás, transmitiendo una “Buena noticia”, desde la pobreza y el mayor dolor, desde el más profundo despojamiento del ego, entregando su yo para que los demás tuvieran vida y esperanza, con una filosofía llena de confianza y de fuerza. Y todo ello envuelto en dolor, debilidad y miedo, no sintiéndose héroe, sino humano y compasivo. Hizo de su enfermedad, su vida pública, ahí donde muchos se esconden, él animado por el espíritu, se presentó en medio del pueblo, en los caminos, las plazas, las escuelas… en ese vehículo de las redes, que no solo enredan sino que también cuando encuentran la luz de una vida auténtica, se convierten en lugar de salvación y solidaridad. Ha sido un signo de salvación y de resurrección desde el cáncer, desde la muerte, desde la cruz, realmente como Jesús. Por eso, rezo al Padre dando gracias por su testimonio, Pablo Ráez es para mí una razón para creer en la resurrección, alguien así no puede morir, alguien así nos habla de que hay justicia divina y que no morirá para siempre, el que ha muerto como Cristo –bautizado, confirmado, comulgado en El- está ya en su gloria y, desde la comunión de los santos, será nuestro valedor y nuestro campeón de vida en la enfermedad y en la muerte.

He sentido alegría y envidia sana, por ese amigo-padrino, Pepe el sacerdote, que te ha acompañado y ha vivido este proceso de paso pascual, de la muerte a la resurrección. Imagino su experiencia vital al bautizarte, confirmarte y servirte el pan de la vida en la Eucaristía, y lo que Dios le habrá enriquecido con tu persona y tu experiencia. Yo también estoy muy agradecido a Dios por los signos de vida que descubro en los jóvenes.

Hoy, al comenzar esta cuaresma, ante Jesús en el altar, oro con confianza: “Pablo Ráez, confesor de la fe, testigo de la resurrección, ora pro nobis”.
José Moreno Losada. Sacerdote.