Lo miró con cariño

Fernando Torres Pérez cmf
Fernando Torres Pérez cmf
Iba por la calle, de recado en recado, pensando en mis cosas, cuando, al ir a cruzar un semáforo, me encontré con dos realidades delante de mí que me hicieron pensar. Al otro lado de la calle, se veía un establecimiento comercial dedicado a cuidar las dentaduras de las personas. Se veía como una pequeña clínica muy bien puesta. Grandes anuncios por fuera del comercio decían lo que hacían en la clínica: implantes, ortodoncias, empastes, etc. Decía también que se hacían presupuestos gratuitos. Las fotos de una guapísima enfermera y un joven doctor muy sonrientes los dos completaban la imagen de lo que hoy es un negocio más y en el que se gana mucho dinero. Eso fue lo primero que vi.
Lo segundo era mucho más… No sé como decirlo: ¿normal? ¿de menor nivel? ¿con menos pedigrí? Era de eso que a veces no queremos mirar aunque lo veamos. Era un hombre, sucio, abandonado y sentado en el suelo de la acera, pidiendo. Una persona que se veía que vivía en la calle por carecer de los medios necesarios para caminar por las aceras haciendo recados de una parte para otra y luego volver a su casa. Conclusión: una persona sin hogar.
Enseguida puse en conexión las dos realidades y me pregunté: ¿qué hace una persona de éstas, una persona sin hogar, cuando le duelen las muelas, cuando necesita un tratamiento, como se dice ahora, “buco-dental”?
Porque de todos es sabido que lo de los dentistas hoy en día es salud pero es, además, un negocio. En España sus servicios son caros. Entre otras cosas, porque la Seguridad Social, la medicina pública, la que pagamos entre todos, no cubre en ese campo más que los servicios mínimos: sacar muelas y poco más. No digo que no llegue a los implantes. Es que no llega ni a los empastes. En España, hoy en día, y mientras que las cosas no cambien, y tienen que cambiar mucho, lo de los tratamientos buco-dentales es algo para la clase media y haciendo esfuerzos por llegar. Vamos que habrá más de uno pidiendo un préstamos, como se pide un préstamo para el coche o la casa, para poder pagar el dichoso tratamiento busco-dental.
Todo eso lo pensaba mirando a aquel hombre, tirado en la acera. Pensé que era mejor que no le doliesen las muelas. Por su bien. Claro que la alimentación inadecuada y la falta de higiene que, a veces, acompañan su situación económica y vital, no ayudan precisamente a mantener su salud buco-dental. Ellos también tienen ese tipo de problemas. Pero, como tantas otras cosas cuando se está en la calle, son problemas que se quedan metidos en el saco de los problemas irresolubles y olvidados.
Me di cuenta de que el tema de la salud buco-dental en este país nuestro no es sino otra forma de marginación y exclusión para aquellos a los que, por mala suerte o por complejas razones que no vienen ahora al caso, terminan viviendo en la calle. Ellos no pueden entrar en una clínica de esas. Ni siquiera para que les hagan un presupuesto.
Así que mejor será que no les duelan las muelas. O que hagamos entre todos el esfuerzo para que éste de la salud buco-dental no sea otro motivo más de exclusión y marginación que ahonde y profundice la situación de desespero en que vive esta gente.
Y, con un poco de suerte, quizá algún dentista o el propietario de una de esas clínicas lee estas líneas y se ofrece para paliar el problema, regalando algunas horas de su trabajo para solucionar los problemas de esta gente. Algunos ya lo han hecho. No es la solución pero ayudaría un montón.
Fernando Torres Pérez
Fernando Torres Pérez
En la entrada anterior salía una palabra que tuve que buscar en internet su significado porque así de primeras no tenía ni idea. Se trata del término “aporofobia”.
Hechas las oportunas investigaciones, parece ser que “aporofobia” no está en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, que para estas cosas es como el tribunal último de apelación. Pero el lenguaje, por más que se empeñen algunos, está vivo y siempre es capaz de crear nuevas palabras que responden a las realidades que vive la gente.
Entonces, ¿qué significa la palabreja? Pues viene del “á-poros”, que significa “sin recursos, indigente, pobre” y de “fobos”, que significa “miedo”. Así que es un neologismo, una palabra nueva, recién inventada que nos sirve para referirnos al miedo ante las personas pobres o ante la pobreza misma. En la práctica no se refiere sólo al miedo, al temor, frente a… sino que alude también a la repugnancia y hostilidad ante las personas pobres, sin recursos o desamparadas.
Repugnancia o rechazo ante la pobreza en cuanto tal podríamos tenerla. Lo que es impresentable es que esa repugnancia o rechazo se dirija a la persona que está en esa situación, como si fuese culpable de ello. Como si caer en una situación de pobreza, de falta de recursos suficientes para mantener una vida digna, fuese consecuencia de que la persona no haga lo que tiene que hacer. Como si no hubiese una multitud de razones y circunstancias sociales, políticos y/o económicas que influyesen profundamente en los procesos de exclusión y marginación. O dicho en otras palabras, que son muchas las circunstancias que concurren para que una persona termine viviendo en la calle y/o sin los recursos necesarios para mantenerse él o ella y su familia.
Pero nuestra sociedad cultiva a veces una cierta idea del superhombre que dice que, si trabajas y te esfuerzas, conseguirás todo lo que te propongas. Es una mentira como un piano de grande pero funciona en muchas mentes. Es lo que llaman la cultura del esfuerzo. Como todo en la vida es verdad en parte pero sólo en parte. Es una verdad a medias. Que se lo digan a todos los que se esforzaron, pusieron todo su empeño y trabajo… y fracasaron. Son muchos. Porque el éxito no depende de uno solo sino de la familia en que vive, de la sociedad, del momento histórico, de estar en el lugar oportuno y en el momento oportuno, de la economía…
Y de esa idea o verdad a medias, viene a veces la “aporofobia” convertida en violencia, desprecio y rechazo a la persona que ha caído en esa situación. Se le culpabiliza y, en consecuencia, se le deja al margen. Nada que hacer porque se da por supuesto que la persona no quiere salir de esa situación en la que, se supone, ella misma se ha metido.
En este enlace (http://www.elmundo.es/papel/historias/2017/07/25/5975b27746163f4d658b4593.html) tienen una entrevista con Adela Cortina, que es la inventora del término, que les puede resultar interesante y más clarificador. Y si quieren ampliar más, pueden leer su libro sobre este tema.
Fernando Torres Pérez cmf
Conocí a un viejo policía, ya jubilado hace muchos años. Muchas veces me habló de su trabajo, de lo que hacían en aquella comisaría de una pequeña ciudad de provincias. Anécdotas con el jefe, anécdotas con algunos carteristas que eran ya casi como de la familia y que les sorprendían siempre con unos dedos tan finos que eran capaces de sisarles las carteras en plena comisaría a los mismos policías.
De entre sus historias hubo una que me llamó la atención. Fue la confesión de que, cuando alguna vez llegaba a la comisaría una mujer para quejarse (no sé si se puede llegar a usar la palabra “denunciar”) de que su marido la había pegado, los policías de turno tenían prácticamente una respuesta única: “Vuelve a casa y arréglate con tu marido”. Y si la mujer se seguía quejando pues la recomendación de volverse a su casa terminaba con aquello de “Algo habrás hecho para que te haya pegado”. No se negaba que el marido hubiese utilizado la violencia con la mujer. Eso no se ponía en cuestión. Pero tampoco se ponía en cuestión el pretendido derecho del marido a levantar la mano contra su mujer. Y, por supuesto, no se recogía ninguna denuncia sobre el tema. Esta historia no es más que un ejemplo de lo que por entonces sucedía para no extendernos hablando, por ejemplo, de la Ley de Vagos y Maleantes de 1933.
Hoy los tiempos han cambiado. Frente a lo que piensan muchos, el cambio ha sido para bien. Me llega la noticia de que en la policía municipal de Madrid se ha creado en 2016 una unidad específica para la gestión de la diversidad. Se llama precisamente así: “Unidad de Gestión de la Diversidad”. Tiene como objetivo tanto prevenir como impedir los delitos llamados de odio. Son los relacionados con el racismo y la xenofobia, la orientación o identidad sexual, el género, las prácticas religiosas, la diversidad funcional (personas con discapacidad física intelectual o sensorial), la aporofobia (miedo u odio a los pobres) o la ideología.
En consecuencia, esta unidad tiene entre sus funciones la recepción de denuncias de delitos de odio cometidos presencialmente o en las redes sociales, la atención, protección y orientación a las víctimas y la colaboración con los recursos que haya en la ciudad y con las asociaciones de víctimas y de defensa de derechos humanos.
No queda más remedio que dar la bienvenida a esta iniciativa y esperar que se extienda –si es que no lo ha hecho ya– por los diversos cuerpos de la seguridad del Estado. Es un signo de que los tiempos van cambiando y que una nueva sensibilidad está creciendo en nuestra sociedad en orden a hacernos más tolerantes y comprensivos unos con otros, a no poner etiquetas a las personas, a aceptarnos unos a otros como somos y a respetar los derechos de todos.
Seguro que queda mucho trabajo por hacer. Seguro que no es suficiente. Pero eso no significa que no haya que alabar estos pasos concretos, signos de un cambio social mucho más profundo. Para que los que sufren por cualquier razón y los pobres sean respetados como se merecen y no sean excluidos de nuestra sociedad.
Fernando Torres Pérez cmf
Ya sé que estamos en verano y tenemos la cabeza puesta en las vacaciones más que en otra cosa. Unos días de descanso, de pensar en nada, de encontrarse con los amigos y poco más. Y, claro, aquí está el pesado que vuelve con un tema que no es exactamente agradable. Menos cuando parece que todo, o, al menos, algunas cosas, se va arreglando, que hay más gente trabajando y menos en el desempleo, que parece que ya estamos pasando página de una de las crisis más fuertes por las que hemos pasado en los últimos tiempos.
Pero es que los datos están ahí y parecen confirmar lo que ya nos temíamos: que la crisis se van pasando pero la desigualdad se acentúa en nuestra sociedad. Es decir, que uno de los efectos perniciosos de esta crisis por la que hemos pasado y que parece que está a punto de terminar es que ha aumentado la desigualdad social. Me van a decir que eso ya lo sabemos, que lo dicen los informes de Caritas y de otras organizaciones sociales que se dedican a acompañar y ayudar a los más desfavorecidos de la sociedad.
Lo malo es que no lo dicen sólo esos informes. Lo dicen otros y a partir de datos de la Agencia Tributaria de España (http://nadaesgratis.es/j-ignacio-conde-ruiz/irpf). Vean el siguiente cuadro:
Vamos a fijarnos en los datos del cuadro. Se refieren a las declaraciones del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, habitualmente llamado IRPF. De todas las declaraciones el cuadro pone de manifiesto el porcentaje que toca a cada uno de los grupos de contribuyentes. Esos grupos están ordenados de menor a mayor renta. Los datos no se refieren a si pagan más o menos sino al porcentaje de total de declaraciones de IRPF que están en cada uno de los tramos.
Se ve claro que en 2007 los declarantes que percibían entre 6.000 y 12.000 euros eran el 20,92%. En 2015 eran sólo el 12,13%. Los que percibían entre 12.000 y 21.000 euros eran 28,14% en 2007 y en 2015 se han quedado en 24,07%.
Sin embargo los que percibían “Negativo y Cero” han pasado de 0,55% en 2005 a 3,48% en 2015. Y los que percibían entre 0 y 1.500 euros anuales han pasado de 4,08% en 2005 a 8,37% en 2015.
Los datos están ahí y nos dicen que ha aumentado clarísimamente la desigualdad en la distribución de la riqueza en España. Hay mucha más gente en los tramos bajos de la renta y, sin embargo, los tramos altos se mantienen o aumentan. Si ya lo sabíamos por pura intuición, porque andamos por la calle y vemos lo que hay, ahora lo confirman los datos del mismo Ministerio de Hacienda.
A ver si descansamos este verano porque en el curso que viene habrá que hacer algo para cambiar esta historia. Para que no les toque siempre lo mismo a los mismos.
Fernando Torres Pérez cmf
Ya sé que estamos en verano y tenemos la cabeza puesta en las vacaciones más que en otra cosa. Unos días de descanso, de pensar en nada, de encontrarse con los amigos y poco más. Y, claro, aquí está el pesado que vuelve con un tema que no es exactamente agradable. Menos cuando parece que todo, o, al menos, algunas cosas, se va arreglando, que hay más gente trabajando y menos en el desempleo, que parece que ya estamos pasando página de una de las crisis más fuertes por las que hemos pasado en los últimos tiempos.
Pero es que los datos están ahí y parecen confirmar lo que ya nos temíamos: que la crisis se van pasando pero la desigualdad se acentúa en nuestra sociedad. Es decir, que uno de los efectos perniciosos de esta crisis por la que hemos pasado y que parece que está a punto de terminar es que ha aumentado la desigualdad social. Me van a decir que eso ya lo sabemos, que lo dicen los informes de Caritas y de otras organizaciones sociales que se dedican a acompañar y ayudar a los más desfavorecidos de la sociedad.
Lo malo es que no lo dicen sólo esos informes. Lo dicen otros y a partir de datos de la Agencia Tributaria de España (http://nadaesgratis.es/j-ignacio-conde-ruiz/irpf). Vean el siguiente cuadro:
Vamos a fijarnos en los datos del cuadro. Se refieren a las declaraciones del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, habitualmente llamado IRPF. De todas las declaraciones el cuadro pone de manifiesto el porcentaje que toca a cada uno de los grupos de contribuyentes. Esos grupos están ordenados de menor a mayor renta. Los datos no se refieren a si pagan más o menos sino al porcentaje de total de declaraciones de IRPF que están en cada uno de los tramos.
Se ve claro que en 2007 los declarantes que percibían entre 6.000 y 12.000 euros eran el 20,92%. En 2015 eran sólo el 12,13%. Los que percibían entre 12.000 y 21.000 euros eran 28,14% en 2007 y en 2015 se han quedado en 24,07%.
Sin embargo los que percibían “Negativo y Cero” han pasado de 0,55% en 2005 a 3,48% en 2015. Y los que percibían entre 0 y 1.500 euros anuales han pasado de 4,08% en 2005 a 8,37% en 2015.
Los datos están ahí y nos dicen que ha aumentado clarísimamente la desigualdad en la distribución de la riqueza en España. Hay mucha más gente en los tramos bajos de la renta y, sin embargo, los tramos altos se mantienen o aumentan. Si ya lo sabíamos por pura intuición, porque andamos por la calle y vemos lo que hay, ahora lo confirman los datos del mismo Ministerio de Hacienda.
A ver si descansamos este verano porque en el curso que viene habrá que hacer algo para cambiar esta historia. Para que no les toque siempre lo mismo a los mismos.
Fernando Torres Pérez
Los domingos siempre hay tiempo, o debería haber, para leer con tranquilidad el periódico. Pasando por las páginas me encuentro un artículo del que fue ministro socialista Jordi Sevilla. Dice que “se ha terminado la crisis” porque a mediados de este año alcanzaremos de nuevo la renta per capita que teníamos justo antes de empezar (para los que quieran leer el artículo, este es el enlace: www.elmundo.es/economia/2017/06/11/593a901f268e3eb55f8b4572.html).
Hay un párrafo que me llama la atención. Es cuando habla de que, aunque terminada la crisis, las consecuencias siguen con nosotros. Dice que la rebaja de los costes salariales y el recorte del Estado del Bienestar, “la llamada austeridad, han provocado uno de los mayores incrementos en la desigualdad social en nuestro país, con un repunte fortísimo en la tasa de pobreza. Incluso quienes aceptan que no se podía hacer otra cosa, deben reconocer que ahora hay que hacer frente a los efectos de aquellas medidas, entre los que destacan: un retroceso importante en el nivel de renta de las familias, una precariedad laboral creciente, especialmente entre los jóvenes, que supera en mucho la de países de nuestro entorno y un debilitamiento excesivo de las políticas sociales redistributivas que tanto nos costó poner en pie.”
Como es domingo por la mañana, pienso que igual no he entendido bien lo leído. Me paro a leer el párrafo una segunda vez. Y confirmo lo que he leído la primera. Dice que se ha incrementado la desigualdad social, que hay muchos más pobres que antes, que las familias tienen menos renta, que la precariedad laboral es creciente sobre todo entre los jóvenes y que, hablando en plata, las políticas dirigidas a redistribuir la renta, a favorecer la igualdad se han ido al carajo.
Una vez releído el párrafo de marras, vuelvo al comienzo del artículo. Confirmo el título. Es verdad, el artículo se llama “La crisis ha terminado”. Y me surge una pregunta. Sin malicia, sin ironía. Casi inocente. ¿Para quién ha terminado la crisis? Porque todas esas familias que han visto bajar tanto su renta, todos esos que tienen trabajo por horas y por días, todos los jóvenes que están a la búsqueda de su primer empleo, todos esos que han entrado en el bloque de los pobres… todos esos, digo, siguen en crisis. ¿O no? ¿O será que se han vuelto invisibles frente a la lógica de los grandes números macroeconómicos?
Quizá es que la mejora de esos grandes números, nos empuja a ver la realidad desde otra perspectiva. Desde ella se puede decir que “la crisis ha terminado”. Desde ese punto de vista toda esta realidad que, curiosamente, el autor de artículo recoge en el párrafo citado tiene tendencia a volverse invisible, a desaparecer del campo visual. Son los efectos colaterales de la crisis. Consecuencias secundarias que no ocupan el centro de la visión, que están fuera de foco.
Me revuelvo contra el artículo. No es verdad lo que dice. La crisis no ha terminado. Esa realidad que describe en el párrafo citado es lo que debería estar en el centro de nuestra mirada. Mientras esos “efectos colaterales” no se curen y sanen, nuestra sociedad seguirá enferma y la crisis no se cerrará.
Fernando Torres Pérez cmf
Fundación Luz Casanova
seguir pasando para siempre. Sale el tema de los bancos, del dinero que el estado ha dado a los bancos para que salgan adelante, y, casi en paralelo, el tema de los desahucios. Algunos dicen que es tremendo eso de que se haya desahuciado a familias, que no hay derecho, que eso no se debía haber permitido. Pero uno de los comensales interviene con una pregunta de esas que tienen más de afirmación que de pregunta: “¿Vosotros creéis que todas esas familias que han perdido la casa en un desahucio, están viviendo en la calle? Dar por supuesto que todos ellos se han ido a casas de familiares o a otras casas que tuvieran.” Luego siguió hablando y comentando que él conocía a mucha gente que había invertido sus pequeños ahorros en la compra de una vivienda que luego había puesto en alquiler y que, claro, si no le pagaban el alquiler prometido pues que algo tenían que hacer. Y siguió por ahí.
Fernando Torres Pérez cmf
Fernando Torres Pérez
A veces escucho unas cosas que me dejan el corazón temblando. Y no hace falta que las digan los políticos o artistas en programas de esos de la tele en que todos hablan, las más de las veces sin mucho sentido. Es que las oigo en reuniones familiares. Y me echo a temblar porque me cuenta la sensibilidad, o más bien falta de sensibilidad, que tienen muchas personas sobre una cuestión tan seria como la violencia de género.
Lo que sigue fue escuchado en el curso de una comida familiar. Como la que se celebra en tantas familias, un domingo cualquiera. Salió en la conversación la noticia de que había habido una mujer a la que su marido había pegado. El primer comentario fue del marido: “Es que hay algunos bestias por ahí”. Hasta ahí casi normal. Porque la expresión no es inocente. Ni es totalmente condenatoria. A esos bestias los conocemos todos pero no hacemos nada. Quizá incluso algunos de ellos pertenecen al grupo de amigos. Pero, ya se sabe. No hay nada que hacer.
Lo malo, lo peor, vino con el comentario de ella. “La verdad es que ella ya sabía a lo que se enfrentaba porque la misma madre del marido, antes de casarse, ya le avisó de que no se casará, que su hijo era un bruto. Y ella no atendió a razones.” Y de la afirmación se colige sin duda que la culpa de la paliza, en el fondo, no era del marido. Él no hacía más que responder a su naturaleza: era un bruto. Parece ser que hasta su madre lo sabía. La culpa –se insinúa con suavidad– fue de la misma mujer. Fue ella la que se metió donde no debía. Fue ella la que se arriesgo. Fue ella la que, avisada, no escuchó e hizo lo que no debía.
En el ambiente quedó flotando, aunque no se llegó a expresar, que evidentemente la culpa no era del hombre sino de la mujer. En ningún momento se habló de que el hombre mereciese un castigo ni que fuese culpable. Lo más que se dijo de él es que era un bruto. Actuó conforme a su naturaleza. ¡Pobre hombre!
Pero ella, ella, estaba avisada y no atendió a razones. Ella apareció más como culpable. Como si los palos se los hubiese dado ella a sí misma en un acto de autoagresión imperdonable. Ella fue la poco inteligente que merecería un castigo por tonta. Vamos, que si el juez fuese mínimamente inteligente le aplicaría un castigo a ella y dejaría suelto al pobre hombre que no había hecho más que actuar según su propia manera de ser.
Vamos a tener que aprender a usar mejor nuestro lenguaje porque a veces dice más de lo que pensamos. Está claro quien pegó los palos. Y quién los recibió. La naturaleza del hombre no es pegar ni ser bruto. Para modificar esos comportamientos están la cultura y la educación. Y si hace falta también la ley y la pena.
Pero, nunca, nunca, justifiquemos lo injustificable ni, mucho menos, echemos la culpa a la víctima.
Fernando Torres
Hace un tiempo tuve la oportunidad de vivir unos años en un país de Asia. Era un país muy pobre. Y la pobreza era rampante, visible. Quizá más incluso en las grandes ciudades que en el campo. En la ciudad los pobres se acumulaban en las aceras, en las orillas de los riachuelos, en los cementerios. Allá donde había un lugar mínimo, allí se establecía una familia, montaba su pequeño campamento y luchaba por la vida. Era imposible ir por una calle y no ver esa realidad desagradable.
Durante mi estancia allí, ocurrió la visita del presidente de los Estados Unidos. Era un visita importante y la ciudad se quiso vestir de gala para recibirle. Se pusieron banderolas, se limpiaron las calles, se terminaron algunas obras públicas que llevaban años inconclusas. Pero eso no era suficiente. El recorrido de la comitiva iba a pasar, necesitaba pasar, por un puente desde el que se veían, abajo, a la orilla del río, un tropel de chabolas que ocupaban hasta el último centímetro cuadrado de lo que podía haber sido un apacible y romántico paseo a la orilla del río. Para más inri, las aguas del río no bajaban precisamente limpias. Había que buscar una solución. Y rápido.
Algún funcionario tuvo la idea. Una idea gloriosa. A los pocos días llegaron al puente unos operarios del ayuntamiento. Venían con unos camiones que llevaban unos grandes carteles. Los operarios, de forma rápida y eficiente, levantaron aquellos carteles y los instalaron a lo largo del pretil de ambos lados del puente. Los grandes carteles estaban pintados con hermosas imágenes en las que se veían a los nacionales del país con trajes típicos bailando danzas típicas en ambientes idílicos. Y, por supuesto, típicos. Allí quedaron los carteles. Hasta dejaron allí un retén de policía por unos días para evitar que algún desaprensivo hiciera unas pintadas o se le ocurriera echarlos abajo.
Se me ha venido a la mente esta historia porque he leído en un periódico la noticia (http://www.elmundo.es/cataluna/2017/02/08/589a843be5fdea94118bfa43.html) de que a algún iluminado responsable de un aeropuerto español, preocupado, parece ser, exclusivamente sólo por la imagen y por la seguridad, se le ha ocurrido intentar echar de sus instalaciones a los indigentes que pasan allí la noche y, muchas veces, el día . Es que, ya se puede entender, que dan mala imagen. ¡Qué van a pensar los viajeros que vienen de visita a nuestro país! Y, claro está, lo mejor no es solucionar el problema. Lo mejor es ocultarlo, esconderlos. Así ya nos podemos quedar tranquilos.
Fernando Torres Pérez
Me van a perdonar si empiezo un poco fuerte en esta entrada del blog. Pero es que estoy hasta las mismísimas narices de oír a los medios de comunicación, a la gente en la calle y a todo el mundo criticar a Trump por lo del muro que quiere levantar entre México y Estados Unidos. Sí, sí. A Donald Trump, el recién estrenado presidente de Estados Unidos. Parece un pim pam pum de feria, que todo el que pasa se siente con derecho a tirarle una pelota a ver si acierta. ¡Qué hipocresía!
Repito, que me perdonen, pero es que todas esas críticas me suenan a hipocresía rampante. Que si quiere separar a México, que si pobres mexicanos, que si lo que han contribuido a la economía de Estados Unidos, que si los americanos les arrebataron medio territorio en el siglo XIX, que si es una forma de humillarlos, que si es que piensa el Trump ese que todos los inmigrantes son terroristas… Y así podíamos seguir casi hasta el infinito.
Confirmo lo dicho: todo es un ejercicio de hipocresía tan claro que me extraña que nadie lo haya denunciado antes. Me recuerda a lo que decía Jesús de lo fácil que es ver la mota en el ojo ajeno y lo difícil que es ver la viga en el propio. Porque, vamos a ver, vamos a echar una mirada a casa.
¿Es que no es un muro lo que hemos construido los europeos, los españoles más en concreto, rodeando a Melilla? En Wikipedia (“Valla de Melilla”) pueden encontrar sus características técnicas. Se levantó en 1998 y costó 33 millones de euros. Consiste en 12 km de dos vallas paralelas de 6 metros de altura con alambres de púas encima. Existen puestos alternados de vigilancia y caminos entre las vallas para el paso de vehículos de vigilancia. Cables bajo el suelo conectan una red de sensores electrónicos de ruido y movimiento. Está equipada con luces de alta intensidad y videocámaras de vigilancia, así como equipos de visión nocturna. En 2013 y 2014 se colocó una malla metálica en la que no se pueden introducir los dedos para trepar. También se incorporó al equipo de vigilancia de la Guardia Civil un segundo helicóptero y el primero se equipó con una cámara térmica y un foco para vigilar durante la noche el territorio marroquí. Y en Ceuta más de lo mismo. Paga la Unión Europea, así que hasta nos sale gratis. ¿Y dicen que nosotros no tenemos muro?
Y no digo nada del muro virtual de radares y sensores que ha hecho prácticamente imposible el paso por el estrecho de las pateras en las que llegaban a nuestras costas los inmigrantes, presuntas amenazas para nuestra seguridad interna, presuntos delincuentes, presuntos terroristas…
¿Todavía hay alguien en España, en Europa, que se sienta con autoridad moral para criticar a Donad Trump? Diría que deberíamos empezar por casa, por nuestra casa, a poner un poco de orden, a bajar el muro, a ser más capaces de compartir nuestro bienestar con los que no tienen nada. Sólo entonces podremos criticar a Trump por esa barrera que quiere levantar entre México y Estados Unidos.
Fernando Torres Pérez
Lo he encontrado por casualidad en una de esas redes sociales siempre tan inundadas de mensajes que nos agobian por tanta futilidad. Pero a veces se encuentra alguna perla en medio de tanta morralla. Era una foto con el vientre de una mujer embarazada. Y un texto que decía: “El día que una mujer de clase alta alquile su vientre para concebir el hijo de otros podremos cuestionarnos que lo de la maternidad subrogada no es una nueva forma de explotación de las mujeres.”
Quizá habría que terminar aquí esta entrada porque el asunto es obvio por demás. Pero déjenme que haga un breve comentario. Hoy se está hablando mucho de este tema. Los partidos hablan de la posibilidad de hacer una ley. Hay una “Asociación por la Gestación Subrogada en España” que promueve su legalización y regulación.
Pero hay más. Una vez que he puesto “maternidad subragada” en Google, lo primero que aparecen son dos anuncios. En el primero, la empresa anunciante dice que trabaja con aquellos países en lo que es legal este tipo de maternidad. Se habla en concreto de Estados Unidos, Canada, Ucrania, Grecia, Kazajstán y Georgia. Además, la empresa se compromete a una serie de servicios, incluido que en caso del fallecimiento del bebé o nacimiento prematuro, la empresa se compromete a recomenzar el servicio. No dice el precio, pero en el siguiente anuncio si se dice: un solo intento desde 30.600 euros y con programas ilimitados desde 40.800 euros.
No hace falta ser muy perspicaces para darse cuenta de que en esos países, las mujeres que se ofrezcan a estos “servicios” no lo van a hacer por altruismo ni nada parecido. Lo hacen porque les hace falta el dinero. Y no les queda más remedio que vender su cuerpo. ¿Cuál es la diferencia entre esos “servicios” y los que realiza una mujer prostituida?
Conclusión: me quedo con la frase del inicio: el día que vea a una señora de las de clase media alta ofrecerse para ayudar a un matrimonio que no puede tener hijos, pues pensaré que es una forma altruista de ayudar a los demás. Pero mientras que sea como es, no deja de ser una forma más de explotar a la mujer. O, dicho de otra manera, de explotar a los que sufren condiciones insoportables de pobreza y, por ende, de injusticia.
Por eso, hay que decir no a la legalización y regulación de la maternidad subrogada o hacer una organización parecida a la que tenemos en España para los trasplantes, modelo para el mundo, voluntaria y gratuita. Eso ya sería otra cosa. Pero eso, desgraciadamente, no es lo que se está planteando.
Fernando Torres Pérez
Los jueves suelo ir al Centro de Día a echar una mano en la acogida. No es un trabajo complicado. La mesa de la acogida está situada en el hall de entrada del centro. En realidad es una mesa camilla, quizá por darle una sensación mayor de acogida, de calidez, en la que dos voluntarios reciben a los que vienen, les atienden en sus primeras necesidades y organizan un poco el flujo de los que quieren hablar con el abogado o con el asistente social o simplemente quieren renovar la tarjeta que les da derecho a ser usuarios del centro.
El otro jueves, a eso de media mañana, cuando ya había pasado el tropel de los que vienen a primera hora buscando una ducha y/o un lugar caliente donde refugiarse del frío de la calle, llegó una cara nueva. Un señor, relativamente mayor, con una gran bolsa en las manos. Enseguida me di cuenta de que era cara nueva solamente para mí. Mi compañera de mesa camilla, la otra voluntaria, que lleva mucho más tiempo que yo de servicio, le saludó como a un viejo conocido al que hace tiempo que no se ve. Algunos de los usuarios del centro también se acercaron a saludarle. Al hombre se le veía contento y feliz. Como si estuviese en su casa.
Pasó un rato de saludos para aquí y para allá. Voluntarios, religiosas, usuarios, entendí que aquel señor era bastante popular en el centro. Y me entró curiosidad por saber algo más de él. Así que a la primera oportunidad le pregunté. Su respuesta me dejó sorprendido y me habló de que hay mucha gente buena en el mundo. No sólo eso. Su respuesta me hizo también comprender que este mundo, lo mejor de este mundo, no tiene como motor el dinero ni el mercado sino el agradecimiento, la gratuidad.
Aquel señor, de quien no llegué a saber su nombre, me dijo que había sido usuario del centro durante unos cuantos años. No entramos en detalles ni razones. La vida es a veces muy complicada y el que tenía un buen trabajo y una familia y recursos de diversos tipos se pueden terminar encontrando en la calle de un día para otro. Y la calle es muy dura. La calle desgasta. La calle rompe y quiebra a la persona. La calle es la inseguridad permanente. La calle significa casi que uno deja de ser ciudadano, de tener derechos, de ser persona, de ser visible. Hasta para los conocidos y familiares uno puede llegar a ser invisible.
Pues sí, había sido usuario del centro. Luego, alguna solución había encontrado. Un trabajo. O quizá el momento de la jubilación y de empezar a cobrar una pensión que le da una cierta seguridad económica. Tampoco pregunté. Ya se veía que ahora ya no era usuario. Pero no había olvidado aquellos días. No había olvidado a los que le habían tendido una mano y le habían ayudado a no perderse, a no caer en la degradación humana a la que lleva a veces la calle.
Me dijo que había ido al centro porque estaba muy agradecido a lo que habían hecho por él. No tenía otra razón. Añadió aquella visita al centro era el mejor momento de las navidades que estábamos celebrando por aquellos días. Me di cuenta de que “agradecimiento” y “gratuidad” eran palabras claves en su vida.
En la bolsa traía un regalo para el centro y para los usuarios. Cuarenta o cincuenta bufandas para regalárselas a los usuarios. Él sabía lo que era el frío en la calle. Lo de menos, claro, era el precio de las bufandas. Lo de más era lo que significaban.
Aquella visita inesperada me dijo que hoy, aquí y ahora, en este mundo, sigue habiendo razones para la esperanza.
Fernando Torres Perez
Fernando Torres Pérez
Estos días he asistido a unas charlas que hablaban del machismo en nuestra sociedad. Más en concreto hablaban de ese machismo difuso que está por todas partes y que coloniza nuestro lenguaje casi sin darnos cuenta. De entre las muchas cosas interesantes que dijo el profesor, hubo una que me llamó especialmente la atención.
Decía que se había hecho una investigación sociológica entre hombres. No especialmente entre maltratadores sino entre hombres normales para entendernos. A todos se les preguntó si colaboraban en las labores del hogar, en el cuidado de los niños, etc. La gran mayoría declaró que sí, que desde hacer la comida hasta la limpieza pasando por la compra y muchas otras cosas. Hasta aquí, podríamos decir que esas respuestas nos hablan de un cambio muy grande que se ha producido en la sociedad. Si comparamos estas respuestas con las que hubiésemos escuchado hace cuarenta o cincuenta, tenemos que reconocer que ha habido un gran avance. En aquellos tiempos, hoy felizmente superados, lo normal es que el hombre no hiciese en la casa ninguna de esas labores. Lo más que llegaban era a hacer alguna chapuza: arreglar un grifo o un interruptor. Y eso en el caso de que fuesen un poco manitas para esas cosas. En aquel tiempo se daba por supuesto que la cocina, el cuidado de los niños, la limpieza, el lavado y planchado de la ropa y tantas otras cosas pertenecían a la mujer de forma exclusiva. Como ven, la primera impresión al momento de ver los resultados que hoy da una encuesta de este tipo es altamente positiva. Se ha hecho un largo camino y en la buena dirección.
Pero hay un pequeño detalle que pone de manifiesto como el machismo, esa ideología de género que todavía vertebra y conforma nuestra cultura, está presente todavía. Y es que la mayoría de los hombres que respondían a esta encuesta que daba resultados tan positivos, formulaban sus respuesta con un “ayudo a mi mujer”. Ese “ayudo” dice mucho. No es lo mismo decir “ayudo” que, por ejemplo, “en casa colaboramos y nos repartimos las tareas.”
Decir “ayudo” quiere decir que el hombre, sentado en su pedestal, entiende que la mujer no puede con toda la tarea que tiene y que es necesario ayudarla. Pero la tarea de la casa pertenece esencialmente a la mujer. El hombre moderno parece que ha comprendido que es mucho y por eso le “ayuda”. Pero nada más. Esas tareas pertenecen naturalmente a la mujer.
Y así en ese “yo ayudo a mi mujer en las tareas de la casa y los niños” se cuela, sutilmente pero con fuerza, la ideología que dice que el lugar propio de la mujer es la casa, que esas tareas le corresponden por una suerte de determinismo natural y/o biológico.
Hay que dar la vuelta a este planteamiento. Porque la verdad es que no existen esos determinismos. La vida de la pareja se tiene que establecer sobre unas bases realmente igualitarias. Cuando el hombre hace la comida o limpia o atiende a los niños no ayuda a su mujer, no la está cuidando para que no se sobrecargue de trabajo. Simplemente está asumiendo su propia responsabilidad. Nada más.
Fernando Torres Pérez
Va uno por la calle, caminando tranquilamente y se encuentra con lo que se ve en la foto. Un banco urbano transformado en cama. Es duro. No tiene colchón de muelles ni de esos productos modernos que anuncian constantemente en los medios y que son super buenos para la espalda. El que ha preparado la cama se ha olvidado poner las sábanas. Tampoco hay mantas ni almohada. Se conoce que en este hotel esas cosas las tiene que aportar el usuario. Al menos, el preparador (podemos imaginar una señorita con cofia arreglando el lecho) ha tenido la preocupación de poner una caja en la parte de la cabeza. O quizá es la parte de los pies. No lo sabemos. La cama no tiene una dirección claramente establecida. Puede ser que la caja sirva para mantener un poco más calientes los pies del usuario o para proteger sus ojos, mientras duerme, de la luz de las farolas o de las miradas de los que van y vienen por la acera a sus trabajos o a sus casas. La cama no tiene mesilla de noche, así que el usuario se tendrá que buscar la vida para dejar en algún lugar el libro, las gafas y el reloj despertador. O quizá el usuario no tiene ninguna de esas cosas. En la calle la vida es muy dura y no hay mucho lugar para esos lujos. Y, por supuesto, viviendo en la calle no hace falta mucho despertador. Te despierta el ruido de los coches que comienzan a pasar, los barrenderos, los camiones de la basura, los viandantes que se apresuran a sus trabajos –porque ellos tienen trabajo pero el que duerme en este banco con estos cartones ni tiene trabajo ni tiene prisa para ir a ningún sitio. El que duerme en este banco está fuera del río de la vida. Tan fuera que de alguna manera se ha vuelto invisible. Es posible que en realidad, en el momento de hacer la foto, el usuario de esta cama, estuviese ahí tumbado pero no se le ve porque la gente que vive en la calle adquiere con mucha rapidez y facilidad la cualidad de ser invisibles a los ojos de los demás ciudadanos.
Así que tenemos que concluir que esto que vemos en la foto ES una cama. Alguien la ha preparado. Y alguien la ocupará en la fría noche de este invierno. Dormirá arrebujado. Dormirá en soledad. Quizá encontrará un poco de refugio y de calor en un cartón de vino barato. Sentirá que el frío que se cuela por entre los cartones le va robando la esperanza de volver a ser como los demás, de tener una casa, un hogar, un trabajo. Y mañana volverá a caminar sin rumbo por las calles, a buscar un comedor social donde le den –gratis, claro– de comer. Y a volver a la calle, a pasar las horas sin mucho sentido hasta que llegue la hora de volver a esta cama si es que los empleados de la limpieza municipal no se la han quitado en nombre de la limpieza y la decencia de la ciudad.
Fernando Torres Pérez
Fundación Luz Casanova