Cuidar al corazón que falla

“En el pecho de cada hombre late un amigo, un incansable corredor de fondo” (¿?).

Esta frase hermosa figuraba en una pegatina que una compañera cardióloga tenía en su escritorio. No recuerdo el autor ni he conseguido encontrarlo, por eso coloco un interrogante. Es obvio que se refiere al corazón humano, esa víscera que nos mantiene vivos mientras funciona: sólo morimos cuando el corazón deja de latir, es entonces cuando la vida se acaba, aunque el resto de órganos (incluido el cerebro) haga tiempo que no funcionen. Por eso las agonías de los pacientes ancianos suelen ser largas, especialmente si no mueren por causas cardiacas: nadie llega a viejo si su corazón no es fuerte. Yo se lo explico con claridad a los familiares y me hago una idea auscultando el pecho o tomando el pulso: hay que vivir hasta morir.

El corazón es una víscera única y soprendente: de hecho es un músculo con cuatro cavidades interconectadas por válvulas, pero posee una cualidad especial, que llamamos automatismo. Es decir, funciona independientmente de la voluntad, y aunque muchos estímulos afectan su ritmo, la fibra cardiaca late por sí misma hasta que muere. Creo que casi todo el mundo se da cuenta de la importancia extrema del corazón, junto con el cerebro uno de órganos fundamentales únicos, tal vez por ello los cardiólogos son tan prestigiosos, porque se ocupan de un órgano cuya importancia es capital.

Siempre intento explicar las enfermedades a los pacientes y sus familias de una forma que puedan comprender, por eso en esta zona rural en que vivo y trabajo busco ejemplos sencillos de la tierra: el corazón no deja de ser un motor de agua, al cual llega la sangre y la saca hacia delante. Por eso cuando falla, cuando se debilita, el “agua” que es nuestra sangre se remansa hacia atrás y encharca los pulmones o produce aumento de tamaño del abdomen o las piernas, lo que llamamos edemas. En esta sociedad centrada en los vehículos (coches, tractores o camiones) casi todo el mundo entiende ese ejemplo, como casi todo el mundo entiende que, si el motor falla, el coche necesariamente dejará de funcionar, aun cuando el resto del vehículo esté impecable.

Para el morir, utilizo a menudo el ejemplo de una vela cuya mecha se extingue: hay que respetar el ritmo de la vela, no podemos pretender reavivar una mecha que se consume con un soplete, en muchas ocasiones es mejor que se extinga a su ritmo, eso sí, evitando todo padecimiento.

Para las enfermedades graves, sobre todo el cáncer, utilizo símbolos taurinos, que en esta tierra todo el mundo entiende y que serían incomprensibles en una cultura diferente (las barreras tansculturales lo llaman). Si a un paciente le dices que “tenemos un mihura o un morlaco para torear usted y yo”, normalmente te entiende perfectamente. Ciertamente a nadie quito la esperanza por grave que sea el caso: a un mihura, por muy fiero que parezca, hay que darle faena; uno puede salir a hombros de la plaza o acabar como Paquirri, pero eso no podemos saberlo antes de afrontar una cirugía o una quimioterapia.

Porque esa es otra: quien piensa que un paciente es tonto está completamente equivocado: podrá ser analfabeto total, pero nadie es tonto cuando se trata de su vida y su muerte, más bien la gente sencilla encara esas realidades con mayor entereza. Por eso no conviene subestimar a los pacientes en su capacidad de comprensión, aunque sean ancianos. Eso sí, hay que comunicar lo que el paciente puede asimilar y con la mayor delicadeza, por eso digo que la medicina es un arte y es una aberración inmoral obligarnos a ejercerla como si fuese un destajo: dar malas noticias requiere tiempo, tacto, darle al paciente posibilidad de asimilarlas y ofrecerse a encontrarte de nuevo con él unas horas después, cuando se ha pasado por el cuerpo la información y tiene mil preguntas que hacer, una vez encajado el primer y posiblemente brutal impacto.

Además, este arte humano y humanitario no se aprende en las facultades: sólo se aprende con el tiempo, escuchando a médicos más expertos y fijándose en sus aciertos y errores, leyendo y estudiando, equivocándose y lamentando la equivocación (nunca debe darse una mala noticia en un pasillo, apresuradamente, sino en un ambiente lo más tranquilo posible y sentado a la misma altura que un familiar o el paciente, o incluso más bajo: eso son pequeños trucos que he aprendido con el tiempo y a base de estudio, así como intentar que no haya una mesa de por medio, con la barrera que eso implica). Yo he cometido por inexperiencia, en mis tiempos de residente, numerosos errores que lamento incluso habiendo pasado muchos años.

De cualquier modo, al hilo del corazón he derivado a anécdotas de mi práctica clínica diaria, de mi vida pues. De hecho titulé la entrada “Cuidar al corazón que falla”, porque quería hablarles de la digital, un extracto de la planta Digitalis lanata (la dedalera), que se utiliza desde tiempo inmemorial para ayudar al corazón debilitado, ya que aumenta su fuerza de contracción. El paciente que la toma por lo general mejora, su ritmo cardiaco tiende a lentificarse, se ahoga menos e ingresa en menor número de ocasiones en el hospital, aunque me temo que la supervivencia a largo plazo no es mayor. Afortunadamente, a día de hoy tenemos algunos otros fármacos que sí mejoran ese parámetro.

Sin embargo, la digoxina (nombre químico que damos a la digital) no está exenta de riesgos, porque el margen entre efectividad y toxicidad es muy estrecho (lo que llamamos el “rango terapéutico” de un fármaco). Sus efectos adversos son muy variados y pueden ser letales, dado que afectan directamente a la capacidad de contracción y ritmo del corazón (produce arritmias, algunas de las cuales pueden ser mortales). De hecho, en 2003 un enfermero norteamericano, Charles Cullen, admitió haber asesinado hasta 40 pacientes hospitalizados con sobredosis de digital. Es por ello que siempre advierto a los pacientes que los fármacos no son “caramelos de menta”: un simple paracetamol puede ser fatal, por eso no es demasiado conveniente automedicarse, y aún menos tomar lo que le va “estupendamente” a la vecina. Los ancianos son exquisitamente sensibles a los efectos adversos de la digital: aun cuando me precio de utilizar los medicamentos (sobre todo los antibióticos y los encaminados a controlar la tensión arterial elevada) a las dosis máximas autorizadas, intento ser muy cuidadoso en los ancianos, y no es tontería que tomen un cuartito de pastilla (si aciertan a partirla o alguien puede ayudarles) si no existen presentaciones en dosis suficientemente bajas.

No todos los efectos adversos de la intoxicación son tan graves: puede ocurrir pérdida de apetito, vómitos, diarrea, somnolencia, pesadillas, así como uno muy infrecuente que yo sólo he visto una vez en mi vida, el trastorno de la visión de los colores, en particular del amarillo y verde (la anciana que recuerdo lo veía todo amarillo). Hay quien piensa que el llamado “periodo amarillo” de Vincent Van Gogh fue causado por influencia de la digital, aun cuando la única sospecha se basa en que pintó a su médico, el Dr. Gatchet, sosteniendo en su mano un racimo de dedalera (en un cuadro todo él amarillo).

Mi conclusión es que Dios colocó en nuestro pecho una víscera perfecta, aunque obviamente perecedera como humanos que somos, en la que poetas y escritores han focalizado los sentimientos, los afectos, las pasiones. Y también nos regaló una planta para que le ayudásemos cuando fallaba; sin embargo, como todo medicamento, es un arma poderosa pero de doble filo.  Cuidemos a nuestro corazón con una dieta sana y una vida razonablemente activa, sin agotarlo pero sin tampoco apoltronarlo; vayamos adonde el corazón nos lleve y escuchemos sus dictados. Pero preocupémonos también y mucho del corazón de los demás, de cómo les funciona, cómo lo tienen, cuáles son sus sentimientos y sus heridas. Al fin y al cabo, cuánto hemos amado será lo único importante cuando el nuestro deje de latir y hagamos el tránsito, a ese lugar en el que los cristianos creemos que nuestro Padre/Madre  Dios nos espera y donde descansaremos en Él para siempre, junto a nuestros seres queridos (eso es lo que significa “adiós”, esa sencilla palabra que decimos al despedirnos: “hasta que nos encontremos en Dios”).  Prefiero decir “siento y amo luego existo” a “pienso luego existo” (Descartes).

Que Dios les ayude y les proteja, recen por mis pacientes y por quienes les cuidamos.

One Response to “Cuidar al corazón que falla”

  1. Me ha encantado la forma que tienes de describir la relación médico paciente. Cuando yo estudié un profesor sabio nos hablaba del “raport”, del significado que tienen los símbolos y los movimientos de las manos, ojos, boca, ante una entrevista con u paciente. La medicina es una ciencia y un arte, tampoco yo se quién escribió esa frase, pero es cierta: ciencia en cuanto a estudio, arte en cuanto observación y práctica de la ética y la humanidad.
    El corazón es el motor como dices y es difícil encarar una enfermedad cardíaca, tanto que la persona, de inmediato, siente una espada de Damocles esperando su cuello. Pero la vida nos fue dada en la esperanza y esa pequeña niñita de nada nos arrastra siempre y no deja de darnos ánimo. Dios es grande y misericordioso y nos ayuda a sobrellevar las cargas así, los que cuidamos a otros y a la vez somos cristianos, sabemos que siempre tendremos su ayuda.
    Espero no haberme extendido mucho, pero es bueno intercambiar opiniones entre colegas, sobre todo cuando se habla de la dimensión trascendente del hombre.
    Un saludo

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