Monseñor Romero

La entrada de hoy es atípica: no versa sobre medicina ni ningún tema con ella relacionado. Han transcurrido treinta años desde que, el 23 de marzo de 1980, monseñor Romero pronunciase su última homilía completa. Este hombre ha sido para mí una continua fuente de inspiración y esperanza. Por eso he decidido conmemorar el aniversario de su muerte martirial compartiendo con ustedes este artículo, que escribí en mayo del año pasado (levemente adaptado tras el paso de casi doce meses), aunque entonces no se publicase en lugar alguno. Como es algo largo, si les interesa les aconsejo que lo impriman, si no puede resultar algo tedioso de leer en la pantalla del ordenador.

“Y habló por los profetas”: comentarios a la última homilía dominical de monseñor Oscar Arnulfo Romero (homilía del quinto domingo de Cuaresma, 23.03.1980).

1.      Introducción.

Lo recitamos en el Credo de nuestra fe cristiana: “Y habló por los profetas”. Estos hombres y mujeres no son alguien lejano en la historia, cuyas palabras escuchamos más o menos reverentemente en la misa: hay profetas cercanos en el tiempo a nosotros, personas que, como indica la etimología de la palabra, han “hablado en nombre de otro”, en concreto en nombre de Dios. Y también de acuerdo a la definición clásica de profeta, han sufrido y asumido una muerte violenta (todos los profetas de la Biblia salvo Moisés, de quien de hecho se ignora cómo murió y dónde está enterrado).

 Cito clásicamente tres profetas recientes: Mohandas Gandhi, Martin Luther King y monseñor Oscar Arnulfo Romero. Sobre él versarán estas páginas, en concreto analizaré los tres últimos párrafos de su homilía más conocida, del 23 de marzo de 1980, un día antes de su muerte martirial. Es un análisis creyente y vivencial, no poseo los instrumentos del teólogo ni del experto en homilética. Me inspiro asimismo en otras homilías y textos de monseñor (leídos en el texto de la UCA que luego mencionaré) y en formulaciones de Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría, dos de las personas que mejor entendieron a monseñor, así como en un montaje audiovisual que traje en 1986 de Honduras y en el libro de María López Vigil “Piezas para un retrato”.

Creo sinceramente que monseñor estaba condenado a muerte desde mucho antes, pero tal vez su llamamiento a los cuerpos de seguridad salvadoreños para que incumpliesen las órdenes de sus superiores de masacrar a sus compatriotas precipitó su asesinato. También creo que, aun no siendo tal vez su discurso de mayor profundidad teológica, resume todo su pensamiento en unas pocas líneas que le nacen de lo más hondo, y en ellas explicita claramente una antropología, una cristología, una eclesiología y una teología auténticamente pro-seguidoras de Jesús de Nazareth, lo cual le cuesta la vida. De hecho en el final de la homilía es difícil saber quién habla, si monseñor Romero hombre-profeta o Dios mismo con su voz.

2. Contextualización del texto.

 El 23 de marzo por la mañana monseñor pronunció la que sería su última homilía en Catedral, ya que en realidad su última predicación pública, ante un reducido grupo de personas, fue el día 24, en la capilla del hospital de enfermos cancerosos donde vivía, en una eucaristía funeral. Nunca la concluyó, porque el único y certero disparo de francotirador que atravesó su corazón y acabó con su vida en la tierra tuvo lugar justo cuando la estaba concluyendo.

 La Catedral de San Salvador se hallaba abarrotada ese día, como cada domingo, llena del pueblo sencillo y fiel, de su grey, de su feligresía pobre, que a menudo caminaba docenas de kilómetros desde lejanos cantones para escucharle en directo y no sólo por radio. Las viejitas de pies descalzos depositaban flores y pequeños regalos al pie del altar. También asistían docenas de periodistas extranjeros, sorprendidos y asustados por lo que veían, tal vez barruntando un desenlace anunciado que tendría lugar apenas un día después; tal vez intuyendo que asistían a un acontecimiento histórico, paralelo al asesinato de otro obispo católico, Tomás Moro.

Los pobres le enseñaron a monseñor Romero a leer y entender el Evangelio, cuyo significado profundo había estado oculto para él tras las gruesas paredes de los seminarios, las parroquias y los cargos eclesiásticos. Sus ovejas nunca le abandonaron, pero él tampoco las abandonó a ellas: en pro-seguimiento de Jesús se convirtió en su pastor en todo su sentido, ya que las protegió de sus depredadores hasta dar su vida por su pueblo, tal como formula bellamente Jon Sobrino. Se convirtió en voz de los sin voz, como reza el libro de la UCA publicado tras su muerte (uno de los editores, Ignacio Martín-Baró, es también mártir tras la matanza ocurrida en la universidad en 1989). En la contraportada de ese libro puede leerse: “con monseñor la palabra de los salvadoreños subió hasta Dios, cumpliéndose así el texto del libro del Éxodo que está a la base de la Teología de la Liberación: “he escuchado el clamor de mi pueblo, he visto la opresión con que le oprimen”. 

Semana tras semana y homilía a homilía, monseñor presentaba a Dios y al mundo la realidad de su pueblo, sin disfraces ni eufemismos, citando por su nombre las atrocidades cometidas contra el pueblo: los lugares, los autores, el nombre de los asesinados, desaparecidos y torturados. La palabra se hacía carne para que la carne pudiese, otra vez, hacerse Palabra. No había forma de conocer fehacientemente lo que en aquellos días ocurría en el país (la realidad brutal y la verdad de los hechos) sin escuchar las homilías de monseñor. Tal vez por ello se creó en la UCA, tras su muerte, la “cátedra de análisis de la realidad nacional”, e Ignacio Ellacuría (asimismo mártir), acuñó una célebre frase, altamente inspiradora: “la realidad norma la proyección docente”. Sólo en la verdad puede de veras vivirse, y sólo llamando a la realidad por su nombre puede buscarse la justicia, especialmente en una época en que sería conveniente devolver a las palabras su auténtico significado etiomológico, en una sociedad de imagen y apariencia, donde la estética importa más que la ética y el fondo que la forma.

3. Texto.

Con las palabras que siguen a continuación concluyó esa homilía, tras una semana de atroz represión. En puntos suspensivos figuran  los aplausos del pueblo fiel, de su grey que le escuchaba, confirmando con sus aplausos lo que monseñor decía, en un “amén”, “así es”, reflejo de sentirse identificados y defendidos por su pastor. Son simplemente cuatro párrafos, apenas 26 líneas las que analizaré, porque entiendo resumen todo el pensamiento que justificó la praxis de monseñor Romero e inspiró su vida y su muerte.

 El párrafo central es el más conocido, con su grito profundo apelando a las fuerzas de seguridad para que cesasen la represión contra el pueblo, pero el que antecede y sobre todo el postrero, justo antes de proclamar el credo de nuestra fe cristiana, no son menos ricos ni significativos. Los aplausos de la feligresía son cada vez más frecuentes y prolongados, hasta llegar a su cénit cuando monseñor habla en nombre del Dios cristiano, cosa que, tan explícitamente, nunca había hecho antes en sus homilías o cartas pastorales, aunque se hallaba implícito en muchas afirmaciones y textos. Tras su grito “¡Cese la represión!” los aplausos son atronadores y duran casi un minuto, hasta que continúa con la homilía con un párrafo de gran profundidad teológica que viene a sostener todo lo anterior y desde el cual puede intuirse desde dónde habla y cuál era su fe profunda y su imagen y tal vez vivencia de Dios.

Escuchémosle:

 “Queridos hermanos, sería interesante ahora hacer un análisis pero no quiero abusar de su tiempo, de lo que han significado estos meses de un nuevo gobierno que precisamente quería sacarnos de estos ambientes horrorosos. Y si lo que se pretende es decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere, no puede progresar otro proceso. Sin las raíces en el pueblo ningún giobierno puede tener eficacia, mucho menos cuando quiere implantarlos a fuerza de sangre y de dolor (…).

 Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles.

Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: NO MATAR (… en mayúsculas en el libro de la UCA) Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios (…). Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla (…) Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado (…). La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre (…). En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión! (…).

 La Iglesia predica su liberación tal como la hemos estudiado hoy en la Sagrada Biblia, una liberación que tiene, por encima de todo, el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza.

 Vamos a proclamar ahora nuestro Credo en esa verdad (…)”.

4. Reflexiones sobre el texto y al hilo del mismo, sobre nuestros días.

Monseñor no fue un orador barroco. No utlilizó jamás eufemismos, sus adjetivos son certeros y concretos, descriptivos: “ambientes horrorosos” eran los que se vivían en El Salvador en marzo de 1980, con decenas de asesinatos y desaparecidos diarios, con pueblos y cantones arrasados, con cadáveres desfigurados arrojados a las quebradas durante la noche. “Horroroso” es algo atroz de mirar, insoportable por su fealdad, ese adjetivo tan duro utiliza monseñor Romero para referirse a la acción del gobierno contra el pueblo.

 Y ese gobierno, en realidad, quiere “decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere”. No atajarla ni impedirla, no retrasarla, sino “decapitarla”, es decir separar la cabeza del cuerpo, amputarla de raíz y para siempre: de ahí la eliminación sistemática de líderes sindicales, campesinos y obreros, de catequistas y delegados de la palabra, de todo aquel con capacidad de organización de las mayorías y que buscase el bien de las mayorías en detrimento de la oligarquía.

Pero ningún gobierno que actúe así puede ser eficaz, todavía menos cuando para ello utiliza la violencia más atroz. No es baladí recordar las palabras de monseñor Romero hoy y aquí, en España en marzo de 2010, y preguntarnos si el actual gobierno tiene las raíces en el pueblo, es decir, si conoce y vive la realidad de una ciudadanía con un 18% de desempleo, donde, como en toda crisis, se ahondan las diferencias sociales entre quienes poseemos un puesto estable y bien remunerado –aunque descocemos si será sostenible- y quienes pierden su trabajo, centenares y miles a diario. Tal vez los intereses de los políticos no coincidan en el fondo con el bien de las mayorías. Podría ser interesante que nos preguntemos eso porque la palabra del profeta sigue viva e interpelante a lo largo de la historia, aun en circunstancias y épocas diferentes.

Tras esta disquisición, sigamos con el análisis de las palabras de monseñor Romero.

A continuación, se dirige de forma directa a los autores materiales de la represión y las matanzas, sin ambages, para rogarles, suplicarles y, en último término y en nombre del Dios cristiano, ordenarles que cesen en ellas. Es indudable que son sus líneas más proféticas, porque las pronuncia en nombre del absolutamente Otro, haciendo así honor y justicia a la etimología de la palabra “profeta”, ya antes comentada.

Y para ello apela a lo más profundo de cada hombre, a su conciencia. Y les invita a desobedecer una orden y una ley si son inmorales, si son pecado, es decir, si su consecuencia es la muerte del hombre, porque eso y no otra cosa es el pecado: todo aquello que lleva a la muerte y al sufrimiento de los hijos de Dios (como el mismo monseñor formuló en su discurso de febrero de 1980 en Lovaina). Ahí está monseñor transmitiendo su imagen y concepto del pecado y el valor absoluto de la vida humana, citando el quinto mandamiento: “No matarás”. Ninguna ideología política o nacional, ninguna idea, ninguna bandera, nada justifica el asesinato: podemos estar dispuestos, como dijo Gandhi, a morir por los demás o por nuestras ideas y convicciones, pero no a matar por ellas. Me pregunto qué tendrían que decir sobre esto algunos prelados y teólogos del país vasco, con sus razonamientos donde a menudo se confunden vícitmas y verdugos, los derechos y razones de unos y otros. Lo que ahí está en juego, exactamente como en tiempo de monseñor Romero, aunque a menor escala, son vidas humanas, en último término la vida de Dios, en cuanto que el hombre es “imago Dei”, en la máxima aportación que la filosofía y teología cristianas han hecho al acervo intelectual humano, hacer del hombre la imagen del creador, el templo del Espíritu, y por tanto inviolable, porque tocarle a él es tocar a Dios mismo.

Ello nos pone en contacto, como se explicita más adelante, con la antropología de monseñor Romero, el hombre y su vida como valores absolutos en tanto que hijos de Dios y hechos a su imagen, convertidos por la represión en piltrafas humanas, con la muerte rápida de las masacres o la muerte lenta del hambre y la miseria, no menos real y cruel. Monseñor era muy consciente de lo que decía, no en vano había visto y escuchado personalmente las consecuencias de la barbarie, en una situación en que su pueblo se había convertido en el “siervo sufriente de Yavheh” del cántico de Isaías, ante cuya fealdad por no parecer ya humano se vuelve el rostro (y un cadáver desfigurado ciertamente no parece ya humano), a menos que Dios te dé el valor, como le dio a monseñor, de ver, mirar y afrontar las consecuencias del mal, llamarlo por su nombre y retarlo en lucha sin cuartel y a muerte, como hizo Jesús de Nazareth.

También podemos buscar una relación con un tema actual, aunque se formulase como tal a raíz de las atrocidades de las dictaduras del cono sur en la década de los 70 y 80, la “ley de obediencia debida”, por la que el criminal queda exonerado de sus culpas y de la consecuencias de sus actos porque obedecía órdenes. En último término sacrificaba una vida para no perder la propia (o el puesto, o la posición social o económica, o el prestigio y el respeto del partido o la institución). Muchos mandos más o menos superiores o más o menos intermedios se amparan en esa ley para aplicar leyes y normas injustas, podría citar numerosos ejemplos actuales.

Poco queda por decir de ese párrafo profético salvo que monseñor formula en breves palabras su eclesiología: la Iglesia es la “defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona”. Eso es, en realidad, la Iglesia. No templos ni colectas, no dignatarios ni instituciones, sino la valedora de los desprotegidos, de los que carecen de voz, de aquellos que no tienen quien les defienda, de los inermes, de los “anahuim” de tiempos de Jesús, de los que se hallan perdidos “como ovejas sin pastor”, que conmovieron el corazón de Jesús y el de monseñor Romero.

 Mantener la fe en Dios y la vida de la Iglesia es anteponer la persona humana y su dignidad, desde la concepción hasta el último hálito de vida, a cualquier otro razonamiento religioso o civil, pero no en abstracto, sino en concreto, por la vida que pasa por un trabajo digno, por un sueldo justo, por una casa habitable, por una comida suficiente, y eso para toda la humanidad, para todos los hijos de Dios en el fértil planeta que se nos dejó en herencia, usufructurarios para generaciones venideras, y que llevamos camino de destruir anticipadamente.

 Nada podrán reprocharnos los no creyentes si expresamos nuestra postura contra el aborto o las experimentaciones temerarias con células madre o embrionarias si a la vez condenamos las estructuras que llevan al pecado como generador de la muerte de muchos hombres, sobre todo en el segundo, tercer y cuarto mundo, tales como el sistema económico neoliberal, las ganancias exageradas de los bancos y grandes empresas sin corazón ni alma, los sueldos principescos de políticos, empresarios y gobernantes. En resumen, los gastos exagerados en todo aquello que no sea beneficioso para las mayorías y redunde en beneficio de las mayorías, y no sólo de las españolas, sino de las del planeta entero en último término.

 Y finalmente, en conexión con esa concepción de la Iglesia como defensora a ultranza de la vida humana y su dignidad como valor absoluto, enuncia qué significa en realidad la liberación que predica la Iglesia: todo aquello que respeta la dignidad de la persona (física y concreta, no enteléquica, no sólo de algunas sino de todas las personas), la salvación del bien común del pueblo –y no sólo de unos pocos- y la trascendencia.  

5. ¿Quién fue monseñor Romero?.

Si hubiese que definir en una sola palabra quién fue monseñor Oscar Arnulfo Romero –tal como formula inspiradamente Jon Sobrino-, diríamos que fue un creyente en Dios y su Cristo. Un hombre lleno de dudas y defectos que sólo de Dios, como él mismo conluye, derivó su esperanza y su fuerza, consciente de su propia debilidad. Estuvo en ello de acuerdo con las palabras de San Pablo: “cuando soy débil, es cuando soy fuerte”, y con el título de un libro de Pedro Arrupe “en El solo la esperanza”. Aquel hombre timorato se abrió a la acción del Espíritu vivificante de Dios, quien lo convirtió en el profeta que hoy conocemos, en el hombre que pronunció la homilía que analizamos y que acabó entregando su vida por el pueblo, entrando así en la Historia de Salvación, como inspiración y ayuda para todos aquellos que intentamos pro-seguir el camino iniciado por el crucificado-resucitado.

 Hay de cualquier modo muchas posibles formulaciones sobre monseñor Romero, posiblemente cada cristiano tendrá la suya. A mí personalmente me convence aquella que le define como “obispo no neutral, subversivo y gran profeta”. Creo que todo ello emana de su condición de creyente, pero son tres datos que considero irrefutables: tomó partido por su pueblo, subvirtió el orden injusto establecido (como Jesús) y habló en nombre de Dios.

6. Reflexiones finales.

 Sólo desde la trascendencia del creyente, que nace de la contemplación y la oración y que sólo en Dios pone su esperanza, hallaremos las fuerzas para pro-seguir los pasos de Jesús, la inspiración en la dificultad, las palabras a pronunciar para que sirvan de ayuda y consuelo a los sufrientes, los valores que transmitir a nuestros alumnos, a nuestros hijos, a nuestros pacientes. En caso contrario, nos convertiremos en “címbalos que resuenan”, como dice Pablo en la carta a los corintios, en palabreros sin credibilidad, en recitadores de letanías que no sanarán al mundo ni nos sanarán a nostros, porque, en el fondo, en nuestro interior no habrá vida, y “la gloria de Dios es el hombre que vive”, en palabras de San Ireneo que varias veces pronunció en vida monseñor Romero. El hombre que vive, normalmente con su vida da vida a otros.

 Es el momento, tal como monseñor Romero invitó a los fieles el 23 de marzo de 1980, de proclamar nuestro Credo en esa verdad, que se hace verdad radical cuando la Iglesia y nosotros como creyentes nos insertamos en la vida de las persona sufrientes y en necesidad, en sus sufrimientos, en sus preocupaciones. Como el mismo monseñor Romero dijo en su discurso de aceptación del doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, apenas unas semanas antes de la homilía que hemos analizado, “ésta es la forma de mantener la trascendencia e identidad de la Iglesia porque de esta forma mantenemos la fe en Dios”.

 Tal vez, pues, es momento de que cada uno de nostros nos preguntemos desde el fondo del corazón, antes de juzgar a las instituciones a las que pertenecemos, o a nuestros párrocos, obispos, superiores, gobernantes, de qué forma nosotros vivimos la eterna verdad del Evangelio y así mantenemos la fe en un Dios de vida. Y también en qué medida ponemos nuestra esperanza en ese Dios de vida y no en falsos ídolos de muerte, llámense poder, prestigio (de cualquier tipo y ante los públicos más variados) o dinero/cosas materiales.

7. Epílogo.

 No creo exagerado decir que todos los cristianos de buena voluntad lloraron a monseñor Romero (como él había llorado a tantos muertos queridos). Posiblemente muchísimos seres humanos no creyentes en Dios alguno le lloraron también. Como se dijo en los campamentos de la guerrilla salvadoreña, “nos mataron al viejito”. Matando a monseñor Romero, mataron a nuestro padre, así lo formuló un mendigo de San Salvador. Me conmovió sobremanera encontrar el busto de monseñor en los relieves de la capilla noreste de la abadía de Westminster, como mártir del siglo XX, a la par que me dolió darme cuenta que nuestros hermanos anglicanos le honraban de un modo que los católicos no habíamos sabido hacer. No obstante, algunos segmentos de nuestra Iglesia lo hicimos a nuestro modo: se fundaron numerosos comités con su nombre en pueblos y ciudades de todo el mundo, algunos todavía perduran. Mediante ellos intentamos canalizar nuestra solidaridad y ayuda con la América Latina y otros países del segundo y tercer mundo.

 Tampoco creo exagerado decir que una de sus profecías se hizo realidad: “Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño” (declaraciones a un diario, 1980). Monseñor iluminó e ilumina personas y comunidades no sólo salvadoreñas, sino a lo largo y ancho de todo el planeta. Muy posiblemente su ejemplo e inspiración me han mantenido vivo y cuerdo en situaciones vitales y laborales dificiles en momentos diversos de mi historia personal, algunas muy recientes. Cuando se vive la “noche oscura” pensar que hubo un hombre que mantuvo la fe y la esperanza en situaciones tan sumamente difíciles como lo hizo monseñor puede ser un gran apoyo al espíritu que flaquea.

Que monseñor Romero nos ilumine y guíe en nuestro caminar. He intentado aportar mi granito de arena con estas páginas, escritas en mayo de 2009. He querido expresar con ellas sentimientos, convicciones e ideas que tal vez, en palabras de Ernesto Sabato, sólo podrían expresarse “desde la poesía o desde el llanto”.

 Ojalá les ayuden a todos en su propio caminar, allí donde se encuentren, en el estado de ánimo en que las lean, sea cual sea la tarea que desempeñen, bien sea activa o contemplativa y orante. Recen por mí y por las personas a quienes intento ayudar como médico, recen por todos los que sufren, aunque no les conozcan, y sobre todo si les conocen.

 Que Dios les guíe y les bendiga.

 Angel García Forcada                                                           Toledo, marzo 2010.

5 Responses to “Monseñor Romero”

  1. Un texto amplio y que se deja saborear.
    Una parada para oír lo que el compromiso final de Monseñor Romero suscita.
    Una verdadera llamada de atención sobre la realidad de las estructuras de muerte y cómo, en la medida que queramos enfrentarlas, podemos también desobedecerlas.
    No aceptar y no adaptarse a “lo que hay” son los permanentes invitados para ayudar a vivir, un poquito, lo que creemos.
    Transgresión y subversión, son palabras mayores, y serán las invitadas principales para cambiar efectivamente la desigualdad en el mundo.

  2. “Timorato, lleno de dudas y defectos…” así era este hombre hasta que la acción del espíritu obró en él. Timorato, lleno de dudas y defectos me siento yo. Quizá sea necesaria más oración, más contemplación, para poder llegar más allá, para saltar esas barreras, para liberarme de las ataduras.

  3. ¡Ojalá muchos creyentes sepamos comprender a Monseñor Romero! ¿Por qué la Iglesia no lo reconoce como verdadero profeta y mártir? Por qué asistimos a procesos de glorificación de “santos” ajenos al pueblo y la VERDAD? ¿Por qué calla la jerarquía y se aferra al poder? Como bautizada que soy, yo soy profeta ¿por qué me callo?
    Me ha parecida espléndida tu entrada. Una vez más gracias por acercarnos a la verdad.
    Rezo por tus enfermos, pero, por favor, reza tú por los míos.

  4. Hay muertes que lloramos,
    y con el tiempo sigue el llanto,
    pero ya no es por la muerte,
    sino por lo que alumbraron,
    a los días tenebrosos,
    cuando más tambaleamos,
    cuando el viento de la duda,
    intenta la fé apagarnos,
    ahí mismo monseñor,
    ahí esperamos tus manos,
    guardando la pobre llama,
    que sigue a pesar de todo,
    nuestro camino , guiando.

  5. Angel, un post excelente. Suena a llamada al despertar, casi a la revolución, mas interior que exterior. Te leo como persona agnóstica que soy y aun así me emociono con tus análisis.
    Enhorabuena y gracias

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