Aprender de la enfermedad y la muerte

Mi vida cotidiana se desarrolla en gran parte en el hospital donde trabajo. Es raro el día en que no observo o vivo hechos relevantes o que merecería la pena compartir, la inmensa mayoría de ellos relacionados con mis pacientes. Si no lo hago más a menudo es por falta de tiempo, de “tempo” o de ánimos.

La enfermedad y la muerte, los dos hechos con los que convivo a diario desde hace más de veinte años, siempre tienen cosas que enseñar. Es por eso que aprendo día a día de mis pacientes.

Por ejemplo, que esas realidades nos llegan a todos antes o después, bien en carne propia o en la de las personas queridas (en este caso pueden resultar incluso más dolorosas). Con toda sinceridad, la muerte no me supone a día de hoy ninguna dificultad: he comprendido que es la forma natural de terminar la vida y que si se ha vivido plenamente, por lo general, no hay por qué temerla. Además estoy convencido de que sólo es una pequeña parte de nuestra existencia total y de que al morir nos encontraremos con una existencia mejor, sin las dificultades y amarguras de ésta. Estoy convencido de que experimentaremos un amor que supera toda comprensión. Por eso no puedo decir que la desee pero no me preocupa lo más mínimo su llegada. Y tampoco me preocupa demasiado un posible más allá: me preocupa mucho más el más acá.

Sin embargo, siempre golpea la muerte de las personas jóvenes, sobre todo de los niños, así como las muertes violentas. Son esas muertes que te dejan con la sensación “no era el momento, no hay derecho”. Así me ocurre con la muerte más injustificada de todas, la muerte por hambre. Esas sí que no tiene explicación, ni justificación, ni comprensión posible. Ante esas muertes te quedas sin palabras e intentas adentrarte en el misterio de Dios, arrojarte a un vacío que imaginas mayor que la realidad misma y al que te acoges cuando ninguna esperanza humana queda. Se penetra en la negrura y se encuentra uno musitando el salmo 21: “aunque camine por cañadas oscuras …”

¿Y la enfermedad? Bueno, es también parte de la vida y mi tarea como médico es combatirla y aliviarla todo lo que pueda. Muchas veces ayudar a convivir con ella, así ocurre con las enfermedades crónicas. Y en otras ocasiones intentar aprender, sacar de una situación adversa (la enfermedad siempre lo es) las enseñanzas posibles, tornar algo difícil y doloroso en algo constructivo y positivo.

Veo a diario personas habitando y afrontando valerosamente situaciones sumamente difíciles, generalmente junto a sus seres queridos, realidades y pronósticos dolorosos. Y en ellos y gracias a ellos comprendo que las dificultades nos ayudan a crecer espiritualmente, y que ese es el único objetivo de nuestra vida: “hacernos mejores”, humanizarnos, comprendernos, acompañarnos y querernos como seres humanos en esta aventura de la existencia. Como enuncia Elisabeth Kübler-Ross, “aprender a amar y ser amados incondicionalmente” (y amor y dolor “siempre” van juntos, no existen el uno sin el otro, los que de ustedes hayan amado de veras me comprenderán).

Estas reflexiones han ido viniendo a mi cabeza en las últimas semanas, desde que volví de Sierra Leona, al hilo de mi práctica clínica cotidiana y de algunos eventos vitales, tanto personales como familiares. Las medito como un mantra que me acompaña mientras visito a mis pacientes y hablo con familiares angustiados y preocupados. Cada una de ellas está encarnada en rostros y voces, no son reflexiones teóricas sino que nacen de mi realidad diaria. No cito nombres por respeto a intimidades, pero les aseguro que detrás de cada vivencia hay un ser humano concreto a quien he auscultado, tomado el pulso y escuchado durante semanas y meses.

Las he compartido con ustedes con la esperanza de que resulten útiles.

Que tengan un buen día. Recen por los pacientes y por quienes les cuidamos.

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