Confesiones de un médico

He pasado mis dos últimos cumpleaños trabajando, de guardia en el hospital. Con toda sinceridad, me siento afortunado por ello: tengo un trabajo (millones de compatriotas no) y además me gusta. Hace tres años lo celebré en un lugar bien distinto, en las faldas del Galibier, la montaña alpina que el día antes había ascendido en bicicleta y este año ha sido escenario de intensas batallas durante el Tour de Francia.

Pensé escribir algo que sintetizase cómo veo yo la vida al cumplir un nuevo año, y creo que las tres palabras que encabezan el artículo lo resumen: amor, humor y trascendencia (también podría escribir utopía; el orden de las tres es intercambiable, aunque posiblemente amor y trascendencia van por delante).

El amor lo es casi todo en la vida: sin amor no se puede vivir, al menos una vida plena como yo la concibo. Da sabor y saber. Pero no un amor etéreo, sino a personas concretas, por las que uno moriría. Tiñe de color la existencia y en el Evangelio casi no hay una página donde no aparezca, de un modo u otro. Sólo el amor puede conducir a dar la vida por los demás, como Jesús. Aunque cuando se ama mucho también se sufre mucho, pero temo que es un peaje que hay que pagar.

Respecto al humor, es importante aprender -dentro de lo posible- a reírse de las circunstancias, vivir la vida con un cierto divertimento, sin tragedias ni alharacas, sabiendo que no se termina por un fracaso o una pérdida, de la que tal vez podremos aprender con el tiempo.

 Y queda la trascendencia. No creo que yo pudiese vivir sin considerarla, sin leer mi vida (pasado, presente y futuro) en clave del Dios de Jesús; mi trabajo y sus sinsabores, los desvelos cotidianos, las ilusiones, todo se enmarca, con mayor o menor acierto, en el proseguimiento de Jesús. Teniendo la utopía del Reino de Dios en la mente, pensando que hay un sentido mayor en las cosas que hago y veo.

 Lo formuló con precisión Nietzsche: “cuando hay un para qué puede soportarse casi cualquier cómo”. El amor y la trascendencia son mis para qué y por ellos vivo y trabajo, los momentos más duros de mi vida han sido precisamente cuando esos para qué parecieron haber muerto, afortunadamente lograron sobrevivir a diversas circunstancias vitales y aquí estoy, entrando en un nuevo año con un cierto garbo, ilusionado con el próximo viaje a Zambia, donde me gustaría ser de utilidad en unos centros de salud rurales que dependen de unas monjas católicas, en la región del “Copperbelt”, donde las antiguas minas de cobre de los británicos.

 Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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