Mwansa y Solomon
Ambos son altos y extremadamente delgados, como dos juncos (es difícil estar gordo si se trabaja doblando el lomo y llevando peso de sol a sol y además se come poco, sobre todo si esa ha sido la vida desde los cinco años de edad). Están en la treintena y trabajan como “hombres para todo” en la misión, pero sobre todo los he visto en el huerto y moviendo sacos de cebollas. Tienen sonrisas amplias, los dientes muy blancos y siempre saludan agitando la mano. Cuando se visten para la misa del domingo o para viajar lo hacen con trajes que les quedan varias tallas grandes (¿tal vez de segunda mano?).
Viven cerca de la misión y se casaron pronto, antes de los veinte. No hay muchas más opciones si no hay dinero para ir a estudiar a la ciudad, aunque Mwansa tuvo una beca y pudo formarse como carpintero en una escuela de S. Juan Bosco. Ahora construye algunos muebles en su escaso tiempo libre y, sobre todo, en vacaciones: mesas y sillas salen de sus manos hacia las chozas y aldeas vecinas. Está preocupado por la salud de su madre, diabética, así que nos detuvimos al pasar por su pueblo, Muchinsi, cuando volvíamos de la gran misión de St. Francis. Me preguntó si yo podía visitarla y le telefoneó para que saliese a la carretera. Nunca había pasado consulta en el interior de un coche hasta ese momento. Sólo pude auscultarla, tomarle la tensión arterial y revisar su tratamiento: hubiese querido mirarle el fondo del ojo, pero resultaba físicamente imposible. Indiqué cómo controlar mejor su hipertensión y que añadiese una aspirina al tratamiento. También rogué para que la insulina fuese eficaz: no habiendo aparato alguno para el control del azúcar en la sangre es difícil saberlo.
Ambos tienen varios hijos y sus esposas son jóvenes. La de Solomon no sólo hace todas las faenas de la casa, cuida a sus hijos, varias gallinas y saca el agua del pozo: además cocina pan y lo vende en un mostrador hecho de palos de madera en el borde de la carretera arenosa. Cuando ella no está el niño mayor atiende el puesto. En el caso de la familia de Mwansa, cuidan a sus hijos propios y han recogido dos sobrinos, huérfanos de dos hermanos de él, que no sobrevivieron a este estrago que se llama VIH/SIDA, una enfermedad que ha diezmado el grupo poblacional productivo de todo un continente. De no haber sido así, estos niños hubiesen ido a un orfanato para niños del SIDA (África está llena de ellos) o hubiesen muerto.
Esta es una de las cosas buenas del así llamado tercer mundo: todos nos necesitamos y todos nos apoyamos. Esa es, de hecho, la única manera de sobrevivir en un medio hostil. La independencia y autosuficiencia (que tal vez debiéramos llamar simplemente egoísmo) son algo propio de nuestro primer mundo, desconocidos allí.
Les transmití algunas vivencias de mis días en la misión rural de Ipafu, en el noroeste de Zambia.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.
Sigo con atención la cronica de esta experiencia.
Deseo que sigas bien.
Efecivamente, todos nos necesitamos, pero en el primer mundo (¿primer?) todavía no nos damos cuenta, por lo tanto es más complicado lo de “todos nos ayudamos”. Pero, según van las cosas, espero que nos vamos a ir dando cuenta y nos pondremos manos a la obra.