Una madre con su hijo

Fue la última paciente de la mañana: tenía sólo 18 años y un bulto entre los brazos. Su piel era algo más clara que la de los pacientes que habían desfilado por la consulta aquella mañana. Sin embargo, también hablaba bemba, a mí me sonaba igual, pero la traductora me dijo que era una lengua algo diferente.

 Había caminado desde Congo, unos 40 o 60 kilómetros al norte, desde la frontera. Todo ese trecho con su niño en brazos y los pies descalzos: esa es la vida de mucha gente. ¿Habría podido comer algo, dormir? Nunca lo supe. El aspecto del niño era muy malo: cuando lo mostró pude ver los brazos y piernas delgados, el vientre hinchado, el pelo ralo y quebradizo, la palidez de la piel. Además estaba irritable, no paraba de moverse en sus brazos y de lloriquear. ¿Y el peso? La báscula de UNICEF, en la que se coloca a los niños colgando, bastante precisa, dio 7.5 kgs para 19 meses.

 No recuerdo bien la exploración salvo los datos de malnutrición grave. Tal vez el hígado o el bazo estaban agrandados, tal vez había un soplo cardiaco. No me acuerdo de memoria, fueron muchos los pacientes que examiné. Sí recuerdo que fue el caso más serio de malnutrición que vi en mis días de Zambia y pensé que era sintomático que viniese de Congo, un país en eterno conflicto. Y me entristeció pensar que muy posiblemente no habría vida para aquel niño: la enfermera jefe, una hermana, entregó a la madre varios saquitos de comida proteica y nada más pudimos hacer por aquel niño: no había posibilidad de ingresarlo en nuestro centro ni de enviarlo al hospital de Chingola. ¿Para qué había caminado tanto? ¿Qué sería de ella y de su hijo?

 No nos engañemos: el hambre no se produce sólo por las sequías o las inundaciones, por extremas que éstas sean. El hambre se produce por la guerra y la injusticia, por el mal reparto de riquezas en un país, por la corrupción y el robo. Los somalíes no huyen de su tierra hacia los campos de refugiados al norte de Kenia sólo porque hay sequía, Somalia siempre ha sido un país seco. Huyen de la guerra y del exterminio, de esas “guerras de baja intensidad” (ese término cruel que se acuñó en tiempos de la administración Carter y que denunció monseñor Romero) que se mantienen en el tercer mundo, como un mal sueño, como una forma de vida, como una peste crónica, y que las naciones y los organismos internacionales son incapaces de detener. Si vieron el programa de ayer por la tarde en la 2 entiendo que quedaba bastante claro. No es repartiendo saquitos de comida, mantas y tiendas de campaña de plástico –aunque haya que hacerlo- como se arreglará el cuerno de África. No fue así como los refugiados de los grandes campos de Colomoncagua y Mesa Grande, en la frontera de El Salvador y Honduras, y que vi en el verano de 1986, pudieron volver a casa. No habían huido de ninguna sequía, habían huido de un mal mucho mayor, de una guerra atroz (como todas) financiada por el gobierno de los Estados Unidos, que bombeaba dos millones de dólares diarios al gobierno salvadoreño para que no fuese derrotado por la guerrilla, como había acontecido en Nicaragua unos años antes.

 No era la buena voluntad la que debía dar la vida al niño que yo visité: debió ser la diplomacia, pero ésta no existe para el tercer mundo, sólo existe aquí, para intentar enderezar los mercados. En Somalia se produce un genocidio, pero parece que sólo había que intervenir militarmente en Libia.

He compartido con ustedes estas vivencias y rcuerdos que me suscitó aquella madre con su hijo en el centro de salud rural de Ipafu, en el norte de Zambia.

 Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

3 Responses to “Una madre con su hijo”

  1. Hola Ángel, hace tiempo que no te visito, pero hoy es especial.
    Desde Octubre pasado, mi único hijo Ignacio, empeoró de su enfermedad, el 28 de Mayo murió, tenía 22 años.

    Estoy en proceso de duelo, me he apartado de casi todo para poder meditar, estar en silencio y llorar, llorar, llorar.

    Me he preguntado muchas veces por todas las madres/padres de este mundo , que como el que nos cuentas hoy viven tragedias cada día sin ningún tipo de recursos, me gustaría abrazarlos y besarlos hasta que me doliera el cuerpo de tantos abrazos, físicamente es imposible, pero a través de la meditación los abrazo con todo el Amor Compasivo del que soy capaz.

    También lo hago para ti y para los enfermos.
    Un abrazo. Laura

  2. ¡ qué impotencia!, ¡qué dolor!, ¡qué injusticia!, me encoge el corazón estas crónicas y me entra rabia de pensar que esto podría evitarse.
    A Laura, que la conozco, tambien le deseo lo mejor, fuerza para seguir en esta vida dificil de escasez y ausencias.
    Recibe mi saludo.

  3. Para Laura:
    Yo también abro mis brazos para abrazar; sé del dolor de la enfermedad de un hijo y comprendo el desgarro de la separación.
    De la fusión con los que sufren, parece provenir el bálsamo de lo incurable.
    La fusión buscada remite al fondo común que nos constituye, como el desgarro de la muerte de un hijo es un máximo en nuestro sentimiento de separación.
    Un gran abrazo.

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