Aprender de los errores

En 1980 Haim Herzog, judío y presidente de la Knesset (parlamento israelí) en aquellos días, visitó España y dirigió un discurso en nuestro parlamento. Fue el primer dignatario israelí en hacerlo. Eran los tiempos en que nuestros parlamentarios eran respetuosos, respetados y respetables. Nuestra democracia estaba recién estrenada y había expectativas e ilusiones, aunque no eran tiempos fáciles: también había un fuerte desempleo y además violencia política: ETA mataba casi semanalmente. Todavía no había tenido lugar el 23F.

Aquel discurso, pronunciado por un hombre que había vivido varias guerras (piloto aliado en la II guerra mundial, luego las sucesivas en Palestina), me impresionó mucho, y recuerdo muy a menudo uno de sus fragmentos, al hilo de los desencuentros históricos entre españoles y judíos: “No podemos cambiar el pasado, pero podemos aprender sus lecciones”.

Esta frase me ronda por la cabeza estos días: los medios nos martillean casi a diario con los detalles de la tragedia del Madrid Arena. Nada parece que funcionase ese día, todo el mundo lo hizo mal y una situación de altísimo riesgo acabó en drama. Pero de poco habrá servido –salvo para enlutar a varias familias y destrozar varias vidas- si no aprendemos de los errores que se cometieron, algunos por negligencia, otros por ilegalidades, otros por desconocimiento.

Igual me ocurre con nuestra democracia: resulta doloroso recordar cómo veíamos a los políticos en 1980 y cómo los vemos ahora, y sobre todo pensar en qué ha devenido un país que quería levantarse tras una larga dictadura. Jamás pudimos imaginar que la corrupción sería una forma de gobierno de unos y otros y que el Estado autonómico se convertiría en una tela de araña de la que ahora no parece poderse salir.

Pero también me lo aplico a mi propia vida: con veinte años entonces, estudiante de medicina, parecía que todo iba a ser posible en mi vida, que alcanzaría todos los sueños y que podría cambiar el mundo. Ahora, superados los cincuenta, llevo varias cicatrices y algunos huesos rotos. Por eso en momentos de desánimo –para mí, para la sociedad, para el país- intento volver a lo que llamo “el amor primero”: la vocación a la medicina y a través de lo que es una profesión a un cierto servicio a mis semejantes, pero sobre todo por intentar el pro-seguimiento de Jesús. Con los años la fe maduró y hubo que pelearla, pero ahí sigue, con el deseo de que sea la brújula que me guíe en los años que me queden de vida, tal como lo fue entonces.

Ojalá como país, como sistema sanitario, como persona, podamos y pueda sacar provecho de los errores cometidos. Aprender de las lecciones que nos deja el pasado, reciente y remoto. Ese es mi deseo en el inicio de este año, que pinta duro e incierto.

Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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