El “síndrome de Genovese”
El trece de marzo de 1964, un poco antes del amanecer, Catherine Genovese, una mujer de 28 años, había terminado su turno en el bar donde trabajaba y caminaba hacia su apartamento en el barrio de Queens, en Nueva York. Pero nunca llegó: un hombre la apuñaló hasta morir. Con todo lo terrible del asesinato, tal vez todavía más terrible fue la actitud de los testigos (“bystanders”): hasta 38 personas presenciaron el ataque y oyeron a la víctima pidiendo auxilio, pero nadie intervino. Desde ese momento, los psicólogos llaman a esa actitud de no implicarse en una emergencia “el efecto de los testigos” o “el síndrome de Genovese”. Según parece, un factor central es lo que llaman “la difusión de responsabilidad”, que podríamos llamar “otro lo hará”.
Si bien los psicólogos llaman así a esta actitud de inhibición ante una emergencia (el “no meterse en líos”) desde los años 60, en nuestro imaginario colectivo podemos detectar referencias mucho más antiguas: por ejemplo, la parábola del buen samaritano, ambientada en el camino de Jericó, que no debía ser mucho menos peligroso que las calles de algunas de nuestras ciudades, no en vano le llamaban “el camino de la sangre”. O esas famosas frases atribuidas erróneamente a Bertolt Brecht, en realidad escritas por el pastor protestante Martin Niemöller: van viniendo a detener a unos y otros, pero yo permanezco al margen. Cuando vienen a por mí, ya es demasiado tarde: ya no queda nadie que pueda defenderme (al fin y al cabo, no moví un dedo para defender a los demás).
Esta actitud es demasiado frecuente en nuestro mundo: durante años la hemos visto alrededor y hemos guardado silencio. Estoy convencido de que muchos de ustedes harán conscientes situaciones que les recordarán esta situación: en el trabajo, en la familia, en la sociedad. Ahora recogemos lo que sembramos. Resulta muy doloroso, pero, en línea con la entrada anterior, tal vez podamos aprender de los errores. Nos queda esa esperanza, no en vano, como cristianos, “no creo en la muerte sin resurrección”, como dijo monseñor Romero. Me niego a creer que los momentos de oscuridad –sociales, familiares, personales- no vayan a ser sucedidos por otros más luminosos. Vivimos con esa esperanza, y en el caminar nos vamos ayudando a otros a mantenerla, esa es la realidad que vivo cotidianamente en este hospital –e imagino que en muchos otros hospitales-, donde la gente se apoya día a día para recorrer este camino áspero de la recuperación tras un daño neurológico. Pero así en las salas de quimioterapia, en los pabellones de amputados, en las unidades de cuidados intensivos. Incluso más falta hacen ese tipo de apoyos en lugares todavía más dificultosos: las cárceles, los campos de refugiados, los suburbios de las grandes ciudades.
Vivimos un tiempo confuso y difícil, por eso es tan importante que nos ayudemos unos a otros a recorrerlo. He querido por ello aportar esta descripción médica del “síndrome de Genovese”, para que seamos conscientes de que existe y podamos evitarlo.
Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.
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