Marzo, el mes de monseñor Romero (II)

Creo que resulta indudable que monseñor Romero fue un hombre de Iglesia. Fue igualmente un hombre controvertido (tanto en su tiempo como posiblemente en la actualidad) y un hombre de fe, así como un pastor de su pueblo. A pesar de las incomprensiones y zancadillas que recibió por parte de sus hermanos obispos salvadoreños, fue un sacerdote convencido y profundamente eclesial: de hecho el lema que eligió al ser nombrado obispo fue el ignaciano Sentire cum ecclesia. En esto, como en muchas otras cosas, fue fiel a su historia. En mi opinión, su evolución personal, sacerdotal y eclesial –muy posiblemente al contrario de lo que se ha querido a veces hacer ver o pensar- fue bastante lineal: si se analizan sus textos y sus actitudes vitales, no hay grandes hiatos, sí cambia la expresión verbal y escrita, pero el fondo de su pensamiento y de su conducta permanece constante. Monseñor nunca criticó de forma destructiva a la institución eclesial, que era su vida, aunque fuese crítico a veces con la actitud de la Iglesia en El Salvador en sus días (tal como hace en un análisis que escribe ya en 1968 para la nunciatura). El Evangelio y la doctrina social de la Iglesia (los documentos del Vaticano II, la Rerum novarum, los escritos de los papas) fueron el fundamento teórico y teológico de Romero, que nunca se interesó por análisis sociopolíticos.

Conocer algunos rasgos de su historia nos facilitará comprenderlo. Posiblemente la enfermedad que sufrió de niño y le limitó la actividad física (tal vez una poliomielitis, aunque no le quedaron secuelas) le convirtió en la persona introvertida y reflexiva que fue. Su profunda religiosidad casi con toda seguridad resultó de la influencia de su madre (como en muchos otros casos). Luego, a los trece años, ingresa en el seminario menor de San Miguel, y de allí, ya en 1937, es enviado a proseguir sus estudios a Roma, donde permanecerá hasta agosto de 1943 (ordenándose sacerdote un año antes, en 1942, en plena guerra mundial). Los años de Roma resultan clave para entenderle luego como persona, sacerdote y obispo. Estudia en la Gregoriana, donde se familiariza con la espiritualidad ignaciana y los ejercicios. Sus campos de interés son la mística y la vida espiritual, es decir, la teología como experiencia de vida. Es un sacerdote que aspira a la santidad, y ese anhelo permanecerá –aunque la expresión vaya cambiando- toda su vida. Así como la fidelidad y el apego al papado, a la universalidad de la Iglesia, a la vigencia de lo vivido y aprendido en Roma.

Con no pocos sufrimientos vuelve a El Salvador (en un viaje que dura varios meses y en que sufre prisión en Cuba). Una vez de vuelta, estará durante 23 años en San Miguel, donde tendrá numerosas responsabilidades y trabajará hasta la extenuación, hasta perder la salud, otro rasgo de su carácter y su vida. Conjugará siempre la ascesis y el activismo, y la gente –sobre todo la gente sencilla, a quien comprendía por origen- le querrá, aunque no así muchos de los otros sacerdotes: firme defensor de la ortodoxia católica y sacerdote exigente consigo mismo y con los otros sacerdotes. Un hombre convencido de aquello que cree, dedicado por entero a sus responsabilidades, entre las que figura el periodismo (siempre buen escritor y brillante orador), en aquellos años anticomunista desde la fe (luego se fue haciendo menos combativo, más dialogante), y sobre todo contra el liberalismo laicista, para Romero el principal responsable de los males de su país: porque está convencido de que el remedio a la injusticia social que ya entonces denuncia está en la conversión de los corazones y la aplicación de la doctrina social de la Iglesia, en una sociedad y un país regido por principios cristianos. La pobreza no supone para él una cuestión de densidad teológica, pero eso no le impide ser generoso y caritativo, dedicándose a los más pobres y quitándose de lo propio para ayudar a quien lo necesita. En Romero, el amor a los demás y la caridad precedían a cualquier análisis y cualquier teoría. Y todo ha de ir orientado al bien común: aun sin un profundo análisis sociopolítico o económico, ésta es una intuición fundamental: desde ella vivirá y más adelante confrontará a los gobernantes de su patria.

El Vaticano II no supuso para él un descalabro: entiende que la Iglesia –y él como sacerdote- deben renovarse, pero no se modifica la sustancia de la fe, sólo algunas de sus formas. Sigue con su entrega, a veces hasta la pérdida de la salud (de hecho comienza a visitar a un psicólogo y se hace consciente de los rasgos obsesivos y perfeccionistas de su carácter). Es dolorosamente marginado para el cargo de obispo de San Miguel, que recae en otra persona. Pero esa circunstancia, que no debió ser fácil para él –como tampoco lo fue asumir una nueva forma de liderazgo en la Iglesia, con los consejos pastorales y presbiterales, la corresponsabilidad y el nuevo papel de los laicos-, es aceptada “en fe” y es leal al nuevo obispo. Sus funciones y responsabilidades quedan fuertemente menguadas, pero tras unos meses es trasladado a San Salvador como secretario de la Conferencia Episcopal, luego también de los obispos latinoamericanos, llamado a colaborar estrechamente con diversos nuncios … vive humildemente –como siempre- en el seminario San José de la Montaña, y sigue sin granjearse simpatías entre los sacerdotes, aunque es buen amigo de Rutilio Grande, quien organizará su toma de posesión episcopal, en junio de 1970, como obispo auxiliar de San Salvador, a los 53 años.

Estos son, a grandes rasgos, algunos de los eventos significativos en la vida de monseñor Romero hasta ese momento. Son relativamente poco conocidos y poco apreciados, pero estoy convencido de que resultan importantes para comprender al hombre que luego fue mártir. Como también será necesario conocer en qué contexto vivió monseñor: unas décadas explosivas donde confluyeron la guerra fría, un ambiente revolucionario y el marco puramente latinoamericano de la teología de la liberación. En este humus, este hombre se convirtió –a pesar de su carácter- en protagonista extraordinario y no rehuyó la responsabilidad de pastorear a su pueblo, porque pensó que era lo que Dios le pedía, lo que Dios quería. Y lo hizo sin despegarse de lo más profundo de su carácter y su persona: la opción por la Iglesia concretada en la defensa de sus hijos, la defensa de la vida humana y el bien común del pueblo, y la trascendencia. Pero describir ese ambiente será objeto de la siguiente entrada.

 

Les invito a que se pregunten –tal como hago yo- qué les dice a ustedes la historia de monseñor Romero, dado que puede resultar útil para iluminar el pasado y el presente de cada uno de nosotros, las opciones tomadas y las por tomar. Y no olviden rezar por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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