Monseñor Romero (IV)

Ha pasado el mes de marzo pero queda mucho por decir sobre monseñor Romero. Por ejemplo, merece la pena conocer lo que podemos llamar “la vida oculta” de Óscar Romero, los años que precedieron a su nombramiento como arzobispo de San Salvador. Una vida con luces y sombras: siempre afable y generoso con los fieles, pero no exenta de dificultades: no le era fácil trabajar en equipo, acostumbrado a tomar las decisiones en soledad, en la oración, delante de Dios. Su relación con el clero diocesano fue conflictiva, tal vez por su severidad en las costumbres, por su énfasis en la Tradición y el magisterio de la Iglesia, en mantener una relación respetuosa con las instituciones. Todo esto, en unos tiempos de incertidumbre eclesial y social, no le hicieron popular entre el clero sino que le granjeó numerosas enemistades intraeclesiales, entre otros y a partir de los conflictos al hilo del externado San José, con los jesuitas (aunque siempre se mantuvo íntimo amigo de Rutilio Grande). Eran tiempos ásperos, donde vestir una sotana o una camisa se consideraban una opción teológica … Sin embargo, todo ello fue cambiando a partir de 1974, cuando le hicieron obispo de Santiago de María. Monseñor se hizo más cercano, más asequible.  Ahí se reencontró con sus raíces, de origen humilde y rural.

Romero y la Iglesia latinoamericana debían buscar el equilibrio en un tiempo incierto, de conflicto entre reformistas y conservadores, entre lo viejo y lo nuevo, tradición y progreso, entre el rechazo a ultranza y la aceptación exagerada. El conflicto no era sólo teológico, sino mucho más profundo: social y político (también en España conocimos una situación similar). Su solución a las crisis, muchas veces repetida, era la conversión personal. Estaba convencido de que la liberación del pecado trascendía los límites de la historia y lo socioeconómico. Por eso prefería el término “Teología de la salvación” en vez de “Teología de la liberación”, que tenía un matiz inmanente y materialista, en vez del trascendente en que él creía: la liberación era algo espiritual y eterno, con mucha influencia de la gracia divina, no sólo fruto de una acción individual y social, temporal e histórica. Pero no negaba las dimensiones sociales y políticas de la fe y de su compromiso: se esforzó siempre en no amputar dimensiones del hombre; había espirituales y escatológicas, pero asimismo temporales que no se podían ignorar, básicas. Fijarse solamente en una de las dos facetas es falsear la figura de monseñor, que atendía por igual a las dos. Y siempre creyó en la búsqueda de una liberación integral del pecado,  no sólo en un cambio de estructuras (aunque reconocía y denunciaba la “violencia estructural” y el “pecado estructural”). Tal vez la historia reciente de España nos convenza de este punto: cambian los gobiernos, pero hay corrupción y una injusta distribución de la riqueza: se cambiaron las estructuras pero no el corazón del hombre.

En muchos aspectos, Romero daba la receta simple de un hombre de buen corazón que nunca se midió con la práctica política: la conversión de los corazones, la búsqueda del bien común, el patriotismo … Él era un mestizo que no tenía una idea victimista y quejumbrosa de ello, no se vivenciaba marginado y explotado, sino orgulloso de ser salvadoreño, latinoamericano y miembro de la Iglesia universal. La solución para el campesinado del Salvador eran las cooperativas, así como reforzar la familia, y realizó una llamada continua a la conversión de los ricos para que compartieran sus riquezas. Parecía creer en una “tercera vía”, no política ni ideológica, sino casi teológica. ¿Un ingenuo? Tal vez, pero entonces Jesús – a quien seguía- también lo fue. Siempre buscó las soluciones humanas a los problemas, con una denuncia profética que estaba presente muchos años antes de que adquieriese notoriedad, y que nunca incitó a la violencia ni al odio, ni persiguió jamás beneficios políticos. Son ideas sedimentadas durante muchos años, en la oración, el trabajo, la relación con pocos y sencillos amigos, las tareas pastorales y su encuentro, ya en Santiago de María, con sus sacerdotes, con las comunidades de base, con los pobres … vuelve ahí a sus raíces, escucha a la gente, encara la miseria, el desempleo, el analfabetismo, las familias rotas, el alcoholismo, entra en las casuchas de los campesinos, en los tugurios, cena con los jornaleros, les abre los locales parroquiales para que no pasen frío … en última instancia afronta la violencia represiva, como en los sucesos de Tres Calles, el 21 de junio de 1975, cuando la policía asesina a cinco civiles.

Romero vive una situación nueva, donde comprende que los criterios pastorales pueden tener más peso que los doctrinales, y que evangelización y promoción humana no son excluyentes, sino complementarias. Se hace más conciliador e integrador, enfatiza más la unidad que las diferencias, se atenúan su severidad e intransigencia. Ahí se hace el pastor, pero siempre en una continuidad de carácter profundo y de vida interior, de afectos. Por fidelidad al Evangelio se ve obligado a asumir un protagonismo que por naturaleza y carácter nunca hubiese tenido. Debe pasar de lo abstracto a las denuncias concretas, aunque esto ya lo había hecho antes: en 1972 se había pronunciado de forma meridianamente clara contra una ley que dejaba la puerta abierta a la tortura.

Así se fue haciendo el hombre, el sacerdote y el profeta. Pero el profeta auténtico, no el portador de un “profetismo regañón” instalado en el reproche. Es muy peligroso tomar la voz de los pobres si no se está con ellos y entre ellos, tal vez en eso hay mucho de gracia de Dios. En la siguiente entrada espero llegar ya a 1977, cuando es elegido arzobispo de San Salvador.

Recen por los enfermos y por quienes le cuidamos.

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