Monseñor Romero (V)

Llegamos a los años más conocidos de monseñor Romero, desde su elección como arzobispo de San Salvador (22.02.1977) hasta su muerte martirial (24.03.1980). Asume el cargo en momentos de confusión y persecución: se han realizado unas elecciones fraudulentas, se declara el estado de sitio, el 28.02.1977 el ejército perpetra una masacre que radicalizará a no pocos militantes y unos pocos días después, el 12 de marzo, es asesinado Rutilio Grande con dos campesinos. Rutilio, un jesuita que en poco se parecía a los de la UCA, mucho más intelectuales. Un hombre pacífico, que vivía pobremente en su parroquia de Aguilares, dedicado en cuerpo y alma al apostolado rural y a la evangelización del campesinado. Un “hombre de Dios” para Romero, que llegó a su pueblo a las pocas horas del asesinato y pasó la noche velándolo, junto con los campesinos a los que Rutilio había dedicado su vida. Al día siguiente, predicó la homilía en el funeral “La liberación tal como la entendía el P. Grande”. Es una homilía sobre el perdón, la reconciliación y el amor como motor de la tarea de la Iglesia: “así ama la Iglesia, muere con ellos, y con ellos se presenta a la otra vida del cielo”. Cuando hay hechos eclesiales que me avergüenzan o disgustan, siempre recuerdo este fragmento de la homilía y me reconcilio con la Iglesia.

Tras el asesinato, se convocará la “misa única”, lo cual creará una fuerte unidad con el clero diocesano y un acercamiento a los jesuitas, así como un fuerte enfrentamiento con el nuncio. El 15 de marzo anuncia que no participará en actos oficiales del gobierno mientras no se esclarezca la muerte del P. Grande (es decir nunca). El 25 se reúne con el todavía presidente Molina, cada vez de forma más áspera, aunque no evitará otros encuentros hasta que sea sustituido por el general Romero, en julio de ese año. Es un contexto de persecución contra la Iglesia: asesinatos de sacerdotes, catequistas, delegados de la Palabra, miembros de las comunidades de base, ocupaciones militares, bombas contra la imprenta diocesana. A pesar de todo no bloquea el diálogo con las autoridades civiles ni busca litigios ni enfrentamientos, aunque siempre defiende a la Iglesia: tiene un sentido de misión de la Iglesia ante el poder político, de la responsabilidad del obispo ante “una autoridad alejada del bien común”.

Comienzan sus conflictos con la curia romana, aunque Pablo VI le apoya y siempre tiene algunos otros apoyos en sus visitas a Roma (Arrupe, Pironio). Romero lee la realidad desde una perspectiva y una responsabilidad diferente, y da la respuesta pública que le pide su conciencia. Cuando vio todo aquello que le hacían al pueblo pobre (las torturas, los asesinatos, los cadáveres desfigurados), recibió lo que llama “una fortaleza pastoral especial”. Actúa desde su fe en unas circunstancias nuevas, de violencia y persecución. Mantiene sus devociones y su fe profunda, pero no le preocupa ya tanto la ortodoxia cuanto defender la justicia y pronunciarse constantemente contra la violencia como forma prioritaria –acaso única- de resolver los conflictos.

En sus tres años como arzobispo, con mayor o menor intensidad, El Salvador se precipita hacia la guerra civil. La violencia, el terror y la desconfianza se apoderan del país. Romero es consciente de esta espiral maléfica, y toma una posición clara contra lo que llama “las idolatrías” (carta pastoral del 06.08.1978): la riqueza, la seguridad nacional y la organización (que a veces se convierte en un objetivo en sí mismo en vez de servir al bien común). La raíz de la crisis es la injusticia social, que conduce a la miseria y suscita la violencia como respuesta. Llama una y otra vez al diálogo de las fuerzas políticas para construir “una paz basada en la justicia”. Lo hace en sus escritos y sobre todo en sus famosas homilías, siempre tan densas y tan hermosas, tan largas también, puramente religiosas: interpreta la realidad a la luz de la palabra bíblica, porque toda realidad merece una lectura religiosa, también los hechos políticos, económicos y sociales. Sólo hace falta el valor para hacerlo. Entonces eran otros años, otras pasiones, con Medellín tan próximo, tiempos agitados de tomas públicas de posición, las notas en la prensa, las firmas, una mezcla extraña (y no siempre venturosa) entre religiosidad y fe militante, con las comunidades eclesiales de base, en muchas de las cuales la fe se concretaba en el compromiso político (y en el caso concreto de El Salvador, por la revolución). En ese contexto trágico y de emergencia constante, Romero se erige en el referente moral del país, su conciencia, el mediador que no se vincula a ninguna opción política concreta y a todas les exige la aplicación en su praxis de un último criterio, teológico e histórico: el mundo de los pobres. Era casi imposible realizar un análisis frío dado el clima de persecución y terror en que se vivía, pero en ese medio trágico monseñor se esfuerza en diferenciar los ámbitos de la Iglesia y lo político, pero sin renunciar a una fe comprometida: ésta exige la justicia, tal como habían formulado los mismos jesuitas en su Congregación General XXXII. Y no se mantiene equidistante: muestra respeto y simpatía –aunque es también crítico- con las organizaciones populares (en las que militan algunos sacerdotes y muchos miembros de las comunidades de base), consciente de que la violencia revolucionaria es comprensible en la realidad de injusticia y violencia represiva que le toca vivir, aunque nunca la justifica: la violencia no es un mal menor que la injusticia que pretende erradicar.

Posiblemente en una próxima entrada concluya mis reflexiones sobre monseñor Romero. Para acabar hoy, unas breves enseñanzas que me quedan claras tras todo lo leído y lo escrito. La fe de monseñor tiene tres ejes, radicalmente evangélicos: la búsqueda del bien común del pueblo, la dignidad de la persona y la trascendencia de todo lo que existe y hacemos. Toca -en cada circunstancia histórica concreta que vivimos- ser fieles a nuestra conciencia iluminada por la Palabra de Dios, que se escucha en la soledad y el silencio de la oración. Una postura abierta al diálogo, con todos y en todo momento. La llamada a la conversión del corazón, sin la cual no hay cambio efectivo de una sociedad. El contacto (real, no teórico) con los pobres. Finalmente, la ortodoxia es menos importante que la ortopraxis.

Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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