Editorial San Pablo.
Querid@ amig@……
Ya está aquí el otoño con su manto de hojarasca y rocío, con sus castañas y sus bellotas, con sus fríos y sus sombras. La madre naturaleza continúa su ciclo germinal y su huella nos va marcando por dentro. Suyo es el poder de decisión sobre nuestras vidas pasajeras. Ella nos confirma que el tiempo se nos va de entre las manos y que con él también vamos yéndonos nosotros, nuestra vida, nuestro ser.
La estación otoñal tiñe los campos de una coloración ocre. El otoño es la época en la que la naturaleza se va regenerando, es un tiempo de descanso, de sosiego, de germinación. La tierra va haciendo calladamente su trabajo: crear, dar vida, aunque casi imperceptiblemente. El otoño de ayer, el de los juegos, y el del hoy, el de los trabajos y los sueños irrealizados, es siempre un tiempo para la esperanza. Es cierto que en otoño vienen los primeros fríos y los días se hacen cada vez más cortos en favor de las sombras que confeccionan con sus hilos el tapiz oscuro de la noche que va poco a poco venciendo a la claridad diurna. Atrás quedan los días luminosos del verano. A primera vista parece que todo se hunde en un oscuro caos. Pero no es así, todo tiene su orden y concierto, y la naturaleza es sabia.
El tiempo de otoño nos afecta y condiciona, nos toca el corazón del ser que somos, no podemos ni debemos sustraernos a su influjo natural. Para unos es tiempo de tristeza, para otros -para los santos y los sabios- es una bendición, una oportunidad única e irrepetible para el crecimiento interior. El otoño reúne las condiciones óptimas para favorecer el encuentro y la intimidad. El encuentro y la intimidad con uno mismo, con los demás, con todo lo creado y hasta, si se quiere, con Dios.
El relente de la noche, el rocío matutino que asciende al cielo, y la escarcha que congela el agua del campo, son un estímulo para la creatividad y el crecimiento, para el optimismo, nunca para la desesperación o la frustración. Cada persona lleva dentro su propio otoño de oscuridades y fríos. No podemos evadirnos de la naturaleza que somos. También el pequeño otoño personal que nos constituye es un tiempo para regenerarse, para hacer cuajar la escarcha de la esperanza que brilla más esplendorosa que nunca en la noche más oscura: la de la enfermedad, la de la pérdida de un ser querido, la del enfrentamiento, la de los problemas…
Recuerdo que en mi ciudad del alma, Compostela amada, el otoño era -sigue siendo- el marco temporal ideal para sumirse en la contemplación paseando por sus rúas mojadas, al amparo de los soportales en la más inaudita soledad, aquella soledad poblada, habitada, que nos hace conscientes de nuestra valía personal, de lo que somos, ni más ni menos. Hay una soledad terrible, la del abandono, la del desamor, y ésta causa muerte en vida. Pero hay otra soledad salvadora: la del ser consciente de sí mismo y de cuanto le rodea que se hace fuerte en su mismidad para poder soportar y hasta vencer las contrariedades de la vida. Y Compostela, con sus piedras y su lluvia, se convierte, en otoño, en un invernadero en el que madura el ser al contacto con el arte y la espiritualidad.
La tarde se hace noche en otoño, y Santiago, ese gran claustro de piedra, enamora el alma y provoca la más próspera intimidad. Sus rúas atrapan al caminante y son medicina que cura, o al menos alivia, el ser doliente y dolido que somos las personas humanas, que a veces nos asemejamos a almas en pena arrastrándose por la vida mendigando cariños. El otoño y Compostela están presentes en mi corazón como marco excepcional para remontar el vuelo cual ave fénix que resurge de sus cenizas. Y la campana llamada “Berenguela”, con su tañido misterioso, habla en la noche otoñal el lenguaje de quien sabe escuchar. Somos más que un cuerpo, somos más que nuestras circunstancias, somos también trozos de otoño, árboles caducos que aguardan su primavera florida.
Sí, el otoño se nos brinda como una oportunidad para remontar el vuelo, pese a las inclemencias del tiempo. Todos tenemos una Compostela hermosa que nos anuda al vivir cotidiano, que nos fortalece y engrandece, todos tenemos una razón íntima y profunda para vivir.
El otoño es tiempo de esperanza y tú habitas en el corazón de la esperanza.
LOS TRES AMORES.
Historias que curan el alma.
Ed. San Pablo.
Amar es una realidad universalmente conocida, porque es universalmente sentido, experimentado, necesitado. Pero el amor es mucho más que un mero sentimiento, tan sometidos estos a los vaivenes del subjetivismo. Amar es una auténtica actitud vital, una forma de ser y de estar en la realidad, una opción real que nace del corazón y que se concreta en un constante compromiso a favor de los demás. Amar, en cierto modo, es la mayor victoria a la que puede aspirar el ser humano.
A mi modo de ver, existen tres clases o modalidades estándar de amor humano. El amor materno-paterno (y por añadidura el filial), el amor parental, y el amor-amistad. El primero es el que se genera a través de un acto biológico (la concepción materna) o a través de la adopción. Una madre que se precie ama hasta el dolor a su propio hijo porque lo siente carne de su carne. Pero por eso mismo esta relación no está exenta de cierta carga de subjetivismo y un algo de egoísmo: al fin y al cabo a una madre-padre les cuesta mucho acabar comprendiendo que los hijos no les pertenecen. Lo cual, por otra parte, genera en no pocos casos cierta tensión, cuando los hijos van probando poco a poco el elixir de la libertad, y sus padres no acaban de ceder su espacio de influencia, a veces, incluso, cayendo en la intromisión.
El amor parental es el que surge inicialmente por el hecho mismo de “gustarse” mutuamente dos personas. Supone una inercia de apasionamiento por una persona que deja de ser una más para convertirse en un referente. Sin duda esta inicial afectación puede transformarse en amor en la medida en que las personas se van conociendo, e incluso puede llegar a cuajar en un proyecto común, incluso para toda la vida. Con todo, y sin entrar en valoraciones despectivas, esta relación comporta también grandes dosis de egoísmo en la medida en que puede llegar un momento en que la otra persona se convierta en una especie de patrimonio de pertenencia exclusiva. Al final, en cierto modo, lo que hacemos es tratar de huir de la soledad para poder compartir la propia vida, y esto comporta también grades dosis de amor, de entrega, de respeto, de libertad. Y hay una tercera clase de amor sublime, despojada de todo egoísmo, una vez pulida la verdadera amistad (que no es lo mismo que el negocio o el pacto). La amistad brota espontánea y sincera. La persona amiga es un apoyo que no busca su interés personal (si no, no sería ya amistad). Amigo/a es, en la acepción clásica, aquella persona que me conoce y, sin embargo, me quiere (me ama). Brindo por la amistad, amor puro sin tintes egoístas, amistad que debe también de germinar en la relación maternal-paternal y parental.
Fr. Francisco J. Castro Miramontes.
Un día más se me satura la cabeza con las declaraciones de los líderes políticos y el termómetro que mide el estado de la economía en términos que sigo sin comprender, y que me resultan un tanto enigmáticos y hasta ficticios. Y así un día y otro… Y mi mente se siente náufraga en el mar de un mundo que se ha vuelto tempestuoso y agresivo.
Necesito refugiarme e una isla salvadora. No precisa ser un paraíso tropical, tan solo un lugar tranquilo en el que reposar el cuerpo y solazar el alma sin sobresaltos, sin crispaciones, sin prejuicios, sin miedos… sin desesperanza. Y se me ocurre bautizar a este lugar de utópica serenidad y tierna paz como ESPERANZA.
Cierro los ojos y me sitúo allí. Sí, no es una fábula, no es una utopía por más que lo parezca. Esta isla existe. Está en mí, soy yo mismo. He detenido la espiral envolvente del alocado pensamiento y la imaginación que con frecuencia lo engendra (“la loca de la casa”, que diría la santa andariega de Ávila).
Lo he conseguido, unos instantes de paz interior, de aquietamiento de la acción contumaz del pensar, de serena certeza de que no todo está perdido, de que en medio de las dificultades soy capaz de desenvolverme en la vorágine de la crisis de valores que azota al mundo con su flagelo más visible: la miseria, y su hija la desesperanza.
En el compromiso solidario que se deriva de la esperanza ningún poder manda: ni los políticos ni los financieros. He soltado el lastre de la negatividad que me aturdía y vuelvo a nacer de nuevo aún cuando el mundo siga siendo el mismo. He estado en una isla secreta pasando unos instantes de reposo, en un spa del alma que me ha reconfortado y devuelto el ritmo vital adecuado para seguir adelante con mis compromisos, con mis proyectos. Y, eso sí, con la intuición (ya casi certeza) de que la ESPERANZA es más fuerte que los poderes de este mundo que tratan de seducirme o de esclavizarme (que son dos caras de una misma moneda).
He visto a muchas personas, a primera hora de la mañana, haciendo cola ante las puertas de una oficina del INEM. Algunas personas me han pedido ayuda para sí, o para otras personas que se encuentran en una situación de precariedad económica. Hay personas que vienen al convento a pedirnos ayuda o incluso a suplicarnos que les ofrezcamos alguna solución. Y en las noticias se destacaba con números concluyentes las cifras del paro que ya supera los cuatro millones de personas, y se cree que hay un millón de hogares españoles en los que no entra ni un solo sueldo. La dramática crisis afecta a la sociedad en general, aunque de un modo especialmente virulento a las personas que sufren el desempleo o la carencia de recursos. De esta manera la miseria vuelve a convertirse en protagonista de la historia, sin olvidar que hay millones de personas que por no tener, ni tan siquiera tienen un trozo de pan que llevarse a la boca, y se mueren –y no es una metáfora- de hambre.
Frente a esta situación no podemos (no debemos) mantenernos impasibles. No estará de más constatar la situación para tomar conciencia de su crudeza, pero hay que dar un paso adelante. Está claro que el sistema económico reinante se desmorona. Un sistema, por lo demás, basado en el lucro y en la perpetuación de graves injusticias que afectan a millones de personas. Estoy convencido de que no sólo estamos ante una crisis económica brutal que, por supuesto, y como siempre, afecta a los más débiles, sino que en la génesis de la misma se halla una profunda crisis de valores solidarios que ha llevado a entronizar y dar por buenos auténticos anti-valores como el individualismo feroz que persigue el poder a cualquier precio y por encima de quien sea.
Denunciemos sí, a viva voz, pero no nos quedemos en el mero análisis o debate. Se trata de actuar, de revolucionar la sociedad misma desde la base, en el sentido de forzar (sin el uso de la violencia) cambios profundos que afecten a la estructura misma de la sociedad. Pero esto no se logrará si no hay antes una revolución interior en cada persona, una inversión en la escala de valores, entronizando, entre otros, el valor de la solidaridad como motor de cambio. A esta revolución me refiero, a la que nace del compromiso con la vida y la sociedad. Esta es nuestra hora, ni lo fue ayer ni lo será mañana. Ya es tiempo de cambiar de rumbo y salvar a la nave Tierra de zozobrar en el mar tempestuoso del ánimo de lucro desmedido y deshumanizador. Si tú y yo lo intentamos, ya algún cimiento del mundo comienza a removerse. Nuestra actitud ante la vida es decisiva: ¿lo intentamos? Si unimos las manos, tendremos más fuerza, la fuerza de la solidaridad, que además es algo muy cristiano. Jesús inició esta revolución aún inconclusa: sigamos su estela de amor, que es justicia, solidaridad, y en todo caso, compromiso revolucionario al estilo de Gandhi, de la Madre Teresa de Calcuta y de Francisco de Asís.
Leo en la página de una agenda con citas una atribuida a Thomas Carlyle que transmite un pensamiento que me ha hecho reflexionar y que, desde luego, comparto: “De nada sirve al hombre lamentarse de los tiempos en que vive. Lo único bueno que puede hacer es intentar mejorarlos”. Y sin duda en estos tiempos en los que la crisis económica y sus términos derivados inspiran tantos titulares de prensa y, lo que es peor, ahoga las economías domésticas afectando a millones de personas, no cabe lamentos, precisamente porque supone una pérdida de energías en un tiempo en el que se deben unir fuerzas para evitar que la nave de la sociedad naufrague de modo irremediable.
Si tuviera que quedarme con una imagen que reflejase nítidamente el valor de la felicidad sin duda navegaría sobre el mar de mi imaginación la de un rostro humano dibujando la silueta, no disimulada, de una sonrisa, tan natural como la vida misma, sin ser simplemente una pose de cara a la galería. La sonrisa es un don que no todo el mundo puede esgrimir como razón máxima del vivir, porque, obviamente, motivos para la desesperanza, “habelos hainos” (según el dicho sapiencial galaico, es decir: los hay; la evidencia clama al cielo). Pero no cabe duda que la verdadera sonrisa es aquella que fluye como el manantial de las entrañas de la tierra, sin complejos, sin obstrucciones, sin pensar si es políticamente correcto.