Ética y política. Escrito por Macaón
“Estrépito de explosiones, de crujidos, de gemidos, de gritos, de címbalos entrechocados que amenazan romperse, deprisa, cada vez más deprisa…” (Th. Mann, “La montaña mágica”). La guerra, las guerras. ¿Qué nos empuja a ella? Algunos científicos, como el prestigioso y premiado biólogo evolucionista R. Dawkins, establece que todo ser vivo posee genes egoístas y genes empáticos. Son los genes egoístas, generadores de conflictos, los que consiguen que evolucione la especie, que la sociedad avance. Algo así creían los nazis. En una película sobre la guerra de Secesión, en mitad de una batalla, dos confederados se refugian en una trinchera atestada de cadáveres. ¿Para qué luchamos? exclama uno con amargura, estamos matando y muriendo para que salven sus cosechas los grandes propietarios. Yo lucho por el honor de mi tierra, dice el otro. Justicia y patria, o ética y política, todo muy diluido. Desde Vietnam hasta las guerras del Golfo, muchos soldados y civiles americanos se hacían parecidas preguntas: ¿qué hacemos aquí tan lejos de nuestras casas? Por la justicia humana y divina, por el orden mundial, por el orgullo de la patria. Respondían con ambigüedad los políticos. Casi nadie hablaba de los oscuros intereses por los que mataban y morían. En 1913, a meses del comienzo de la primera guerra mundial, el demócrata estadounidense Wilson se presenta a presidente con la promesa de no participar en la contienda europea. Ganó las elecciones. Poco después envió sus ejércitos a la guerra. Ética y política. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios. Pero estos crímenes sin precedentes en la historia del universo, fueron cometidos en nombre del bien, del progreso de la humanidad. En las banderolas nazis puede leerse “Gott mit uns” (Dios está con nosotros). En política, todo impulso de masas, se nutre del nacionalismo, de la droga del odio, que hace que los seres humanos se enseñen los dientes a través de un parapeto. Maquiavelo no tenía ninguna duda de que era posible llegar al bien a través del mal. Incluso para Montaigne el bien público requiere que se traicione y se mienta, y considera que la política debía dejarse en manos de los ciudadanos más vigorosos, que sacrifiquen el honor y la conciencia por la salvación de sus ideales. En estas fechas nuestro país se encuentra en variadas elecciones, especie de “guerras”. Se respira corrupción, cohecho, compra de voluntades, chaqueteo. Se recurre a un populismo castizo, un populismo de bragas transparentes y transpirables, populismo arcaico con olores a boñiga. El sociólogo Max Weber apunta que el político en vez de ocuparse de la bondad de sus actos se ocupa sobre todo de la bondad de las consecuencias de sus actos. Su oficio consiste en usar medios perversos para conseguir fines beneficiosos. Los partidos buscan perpetuarse, que es una especie de dictadura, la suya claro. Se cuestiona la democracia. Algo que discurre entre la metafísica y la conjetura. Claro que no existe la democracia perfecta, porque lo que define a una democracia de verdad es su carácter flexible, abierto, maleable, es decir, permanentemente mejorable.