La historia de los dos uruguayos

quijoteEstaba en la librería Antonio Machado, hablando con Luis, mi librero de los viejos tiempos de La Chuca, en la Prospe, cuando entraron dos uruguayos. Uno de ellos, el más resuelto y decidor, pidió un libro en el que se sintetizara el carácter del español. ¡Ahí es nada! Me acordé de que Amando de Miguel es amigo de estos ejercicios de espiritismo intelectual y le apunté el nombre a Luis, quien al poco vino con un ensayo sobre Sancho Panza y los españoles, del mentado de Miguel. El uruguayo resuelto y decidor nos interrogó sobre la personalidad de Sancho, y sobre si nosotros creíamos que aquélla podía definir por extensión al español. Le dijimos, aproximadamente al unísono, que no, que qué disparate. Entonces el uruguayo del cuento (el otro otorgaba) volvió a insistir y a pedir más madera. Yo le sugerí, volumen en mano, Vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno. Le gustó la oferta, de modo que se quedó el ejemplar, no sé si tanto porque pensaba que podía despejar las claves de su incógnita o porque era menudo y por lo mismo barato. Y es que el uruguayo decidor, amén de un libro que compendiara la esencia del español quería que el tal fuera de magras páginas, para no rascarse en demasía el bolsillo. Cansado estaba de oír lo que me parecía un singular desatino cuando le pedí yo a él que me recomendara un libro en el que se sintetizaran las características del hombre uruguayo. Me respondió, tras unos instantes de duda, que, quizá, Benedetti, cualquier libro de Benedetti. Si es por ésas podíamos haberle recomendado Luis y yo, sin más gaitas ni boberías, que se llevara El Quijote. Claro que quizá resultaba grueso para sus ansias lectoras y caro para sus ganas de gastar. Al final resolvió comprarse, amén del mentado de Unamuno, un libro sobre las mayores fortunas españolas.

– Para descubrir el carácter de un país hay que conocer a su gente más adinerada. Los pobres te los encuentras en cualquier bar. – Así razonó este moderno Voltaire trasoceánico, buscando convencerse y convencer a su mudo compatriota, que, dicho sea al paso, mostró con sus silencios bastantes más luces que su resuelto paisano con sus andanadas verbales.

Le contaba yo luego esto, a la hora del almuerzo, a Amadeo, a mi mujer y a mi suegro. Amadeo es setentón largo, muy curioso de la vida y nada impertinente, gozador de la tertulia, buen bebedor de tinto y asturiano más sabio que jactancioso. Sobre todo, Amadeo es un lector opulento. Sí, opulento, me reafirmo en el adjetivo. Quienes profesamos la religión de la literatura encontramos un inesperado don cada vez, ¡y son tan pocas!, en que el azar o la necesidad nos pone delante a alguien como Amadeo. Amadeo de todos los libros, que anda, en su aldea de Sariego, haciéndose una biblioteca en la que puedan descansar como merecen sus miles de volúmenes. Conociéndole, me da que le saldrá más una biblioteca con casa adjunta que a la inversa.

Mi suegro, Eduardo, es hombre de varios títulos y de mucha ciencia en latines, Historia, Geografía y Literatura, amén de prosista de muy buenas formas y poeta de los que saben medir y conocen los viejos moldes del oficio, sin que por eso se le hagan llagas en los dedos a la hora de embarcarse en el verso libre. Respira por la herida cerrada de Campoamor y tiene mucho de becqueriano y del Machado modernista. Sin embargo, en leeres es persona desengañada. Cuando cae un libro en sus manos no lo explora con esperanza renovada, al modo de Amadeo, sino que lo hojea con suficiencia y las más de las veces lo deja caer con arrogancia sobre cualquier superficie, como quien dice: bah, lo de siempre. Con Eduardo se puede hablar de literatura, con mucho aprovechamiento, hasta la mitad del siglo pasado. Después, no es que se le parara el reloj; voluntariamente se lo quitó, y se encerró con sus juguetes de juventud, desde el relatado Campoamor, a Palacio Valdés o a los clásicos indiscutidos. Por poner un caso, ama al Cela de La familia de Pascual Duarte y de La Colmena, y tiene en falsario y embaucador al Camilo de Mazurca para dos muertos, que es el que más conmueve a su hija y esposa mía, María.

Amadeo es otra cosa. Ni presume en saberes ni le gusta ejercer de crítico. Lo suyo es la lectura como necesidad biológica, como pasión, como donjuanía incluso. No pasa los ojos por las páginas, añejas o nuevas, de los libros, sino que se queda a vivir en ellas por largos ratos, sabedor de que en pocos sitios cabe encontrar posada tan grata y pródiga en aventuras. Aunque su biblioteca es suculenta, no se cansa de adquirir volúmenes, en ferias de viejo o librerías de nuevo. La literatura y la historia son las dos patas sagradas de su afición de hombre cuerdo. Y es que, pese a estar muy bregado en afanes librescos, conviene subrayar que a sus setenta y pico, Amadeo no sólo no ha perdido la razón sino que la luce saludable enseguida que abre la boca. Eso es bueno decirlo en un país, perezoso y pegado al tópico, como éste, donde quizá no sean muchos quienes han leído El Quijote, pero a nadie se le escapa que aquel caballero largo y deshilachado perdió la cabeza por su mucho apego a las lecturas. ¡Singular yerro o trampa cervantina! ¡Si el Caballero de la Triste Figura perdió la olla fue, sin duda, porque tenía mucha predisposición para ello y no por la lectura de las desaforadas peripecias de sus héroes andantes!

6 Responses to “La historia de los dos uruguayos”

  1. ¿Pero es que no se van a ir nunca estos uruguayos?

  2. eso,eso dices bien Seitaridis ,que se vayan los uruguayos que no dan juego. Y, a por algo más jugoso Juan Antonio, que cuando quieres , vamos es que no hay quien lo aguante de lo bueno que eres. Sin coña.

  3. Pues a mí el de los uruguayos es de los post que más me han gustado, y que conste que es la primera vez que intervengo en el blog.

  4. Leí hace tiempo un libro que me atrevería a recomendar a nuestros amigos de aquella República Oriental. Se trata de “El español y los siete pecados capitales”, como sabeis, de Fernando Díaz Plaja. Libro publicado hace décadas, combina (auto)crítica patria y humor. Siguiendo el orden del gran Dante en su adivinada “Comedia” y deudor de la mejor intención de nuestro querido Larra, muerto en defensa propia, Díaz Plaja disecciona con afilada pluma y a su mejor entender el alma pecadora de los naturales de esta piel de toro. Citas de Gracián, Cervantes, Quevedo, Zorrilla, Unamuno, Ortega, y si gustan, en la edición de 1992, prólogo de Amando de Miguel. Lo encontrarán fácil y barato por ejemplo en la cuesta de Moyano. Como pista de despegue, señores uruguayos, dedica el autor más de cien páginas a la soberbia. No sé si vais a aprender algo, pero escribe bien el hijoputa.

  5. Claro que sí, Luna. Impagable aportación, aunque no estoy muy convencido de que al uruguayo decidor (el otro, con más seso, callaba) le veniese bien el espléndido libro de don Fernando Díaz Plaja. Creo que le aprovecharía más una biografía sobre los Albertos o un ensayo sobre Florentino, el rey Midas que volverá a quedarse en blanco, no sé si me entiendes,

  6. Viviendo en Uruguay hace algunos años, compré en Montevideo el libro de Fernando Díaz Plaja “el uruguayo y los 7 pecados capitales” y descubrí que este escritor vive o pasa muchos meses al año en Uruguay por estar casado con una uruguaya. El libro, de menos de cien páginas, es ameno y cargado de humor. Ay los uruguayos!!!

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