El país de Alicia

El blanco no es exactamente mi color y eso que nunca le tuve miedo a la página en blanco, ni a la blanca pantalla. Para lo que más me gusta el blanco es para emborronarlo de palabras, para ponerlo en negro sobre blanco. Soy un apasionado de las bragas blancas, pero en esto ningún color me resulta feo. Jaime Goded me advierte que en blanco jamás, que si es preciso me quede en rojiblanco, pero, ay, qué difícil es esa combinación de colores. Tuve la sensación el sábado de que el Atlético es un equipo menor, una singularidad con bonita marca, pero alejado, no sé si para siempre, del club de los conjuntos selectos. En realidad es como si tras la muerte que supuso el descenso a segunda división su resurrección no le hubiera devuelto el cuerpo original. Se decía que los apóstoles no reconocían a Jesús resucitado porque era un ente espiritual, no el hombre al que ellos habían seguido y amado. Otros equipos como el Valencia o el Sevilla pasaron por el mismo trance y retornaron victoriosos al mundo de los vivos. El Atlético no, el Atlético es un fantasma, y de revivir alguna vez tendrá que ser con otro dinero, con otro aliento, quién sabe si con perfume árabe. Un Atlético con petrodólares, por poner un caso, quizá podría alcanzar musculatura y entidad de equipo grande, pero mientras dos muertos muy vivos como Gil y Cerezo sigan aquí no hay esperanza.

Claro que yo no había venido para hablar de fútbol. La vida se desborda alrededor como un río de música, la primavera debuta sin disfraces, la mañana tiene un aire alegre de mundo recién inventado y las tardes se hacen anchas, la risa de los niños rebota en los columpios y uno lamenta no poder reducirse para resbalar por el tobogán. Alicia corre detrás de la pelota, se une a todos los corros infantiles, defiende con ardor sus propiedades infantiles y pelea por jugar con los cacharros ajenos. Con su memoria apenas estrenada recita: “Bajel pirata le llaman, por su bravura el temido, en todo mar conocido del uno al otro confín”. Por la noche se empeña en ver la luna, la luna gorda, fantástica, a modo de pelota de plástico colgada en el cielo, pero la luna está muy baja y los edificios quedan demasiado elevados, así que tendremos que esperar a que se diluya en cuartos. Entre tanto, como cada anochecer, nos defendemos de los ataques en oleada de los búhos y otras aves lunáticas. “Huy, qué miedo, papito, que vienen los búhos”. Así pasamos el rato.

Y la vida sigue, como siguen las cosas que no tienen mucha importancia.

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