Corazones en red

(Reflexión desde el tren, al pasar por las llanuras de Castilla)

Tierras pardas de Castilla, terruño ocre, preparado para la sementera, y para convertirse en “tierra de pan llevar”. Tierra con buen tempero. Y en el tiempo de estío, dorada por las espigas, al sol de mediodía.

Leves lomas que rompen el paisaje monótono y austero, como el cielo blanqui-azul, que converge allende el horizonte. Los pinares recortan el paisaje con su verde oscuro, nacido de la paleta de una naturaleza rica en la anchura de sus límites geográficos, alargados como los galgos que otean los rastrojos en busca de su presa.

Las piñas entreabiertas, como las bolas de un árbol navideño, son tentación fallida para las aves migratorias, y festín para las gráciles ardillas trepadoras.

De vez en cuando, una charca, una ciénaga, un arroyuelo; todo muy ruin y escaso, porque el agua es escasa en la llanura. De vez en cuando, también, se dibuja un pastor con su rebaño. Unas  ovejas muy flacas o muy gordas, según el tiempo del parto haya llegado o no; todas paciendo la seca hierba o el reseco rastrojo tras la siega.

Resaltan, gigantescos, los palos de la luz y las enormes torres sosteniendo el cobre pesado que lleva a las ciudades la luz incandescente a sus farolas. El Quijote volvería a confundirlos con molinos, mientras Sancho, más a ras del terruño, en su borrico, pensaría en la locura del hidalgo caballero, a la grupa de su flaco Rocinante.

La mañana se adivina fresca y soleada, a través del cristal de mi ventana, mientras el tren, serpiente de hierros y tapices, devora los espacios, como un galgo de hierros camuflado.

Comienzan las horas vespertinas. La luz del sol  se apaga poco a poco, huyendo recelosa de las sombras nocturnas que se acercan, sin rubor, preñadas de osadía. Pierde color la llanura castellana, y los tímidos pájaros se esconden entre las verdi-negras ramas de los pinos.

Una luna de oropel y un lucero solitario se asoman al espacio infinito de la altura; son el preludio de mil estrellas blancas, que brillarán en el negro firmamento, mientras el astro rey va huyendo, presuroso, camino de otro día.

Es la hora de los búhos, que lanzan al espacio su mensaje, de un árbol a otro, con sonidos en morse, con las interferencias que producen al tiempo las cornejas.

Ya no existen las brujas en Castilla, porque las barrió la escoba de la historia. Ya no cuentan los abuelos a los nietos, sus leyendas, al calor de las caseras chimeneas.

Así es la Castilla que hizo grande a los pueblos de España en otros tiempos; y hoy envejece en sus pueblos de adobe y en sus calles estrechas, empedradas. Y por eso se llama: Castilla la Vieja. Es la humilde Cenicienta que perdió su zapato, y no hubo príncipe azul que la sacara de su ancestral pobreza.

El tren seguía caminando, cambiando de velocidad según el terreno. El traqueteo del vagón me iba acunando a su manera, y me resultaba difícil mantener los ojos abierto. Un suelo invencible se iba apoderando de mí; ya no veía l llanura con claridad; todo se iba oscureciendo en mí, antes de que llegase la noche. Me dejé llevar serenamente por esa necesidad de aislarme de la realidad, dejando paso a un sueño reparador. Cuando me desperté, estaban ya anunciando, por los altavoces, la llegada a la estación de término. Había concluido mi viaje. La gran ciudad me despertaba de mis sueños reales  e imaginarios. La Castilla campesina quedaba atrás; un hormiguero de gente y de coches se entrecruzaba por las grandes avenidas y por las largas aceras repletas de peatones. Era el progreso, el ruido, la barahúnda. Y yo me vi perdido entre una multitud desconocida y frenética, que a pesar de sus prisas parecían perdida, arrastrando su soledad.

                                                                                                            Félix González

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