Corazones en red

Para mí el mayor misterio es el de la muerte. Para los humanos (creyente o no) existen muchos misterios, unos por no conocer bien su realidad, como puede ser la inmensidad del cosmos. Algún día puede llegar a descubrirse, y desaparecerá el misterio. Otro  misterio es Dios en sí mismo. Por mucho que lleguemos a saber de él, permanecerá el misterio fundamental de su ser. Creo que ni siquiera en el cielo llegaremos a conocer plenamente a Dios, aunque sí lo suficiente para gozar de él. Creemos en un Dios en tres personas, misterio de la Santísima Trinidad,  y lo aceptamos. Pero creo que nos daría igual, si en vez de tres, fueran cuatro o dos, o simplemente una. Seguramente no nos afectaría, ni afectaría a nuestra fe.

Pero, vuelvo a repetir que para mí el gran misterio que afecta personalmente es la muerte. Cada vez que muere alguien conocido, religioso o no, suelo preguntarme por la realidad de la muerte, con todo lo que conlleva. No me pregunto por su sentido. Es algo que tiene que darse, dada la naturaleza humana, y eso basta para aceptarlo como realidad incontrastable. Me pregunto por todo lo que rodea a esa realidad: principalmente la post-muerte. Sólo los que ya han muerto pueden saber lo que los demás ignoramos. La fe nos explicita ciertas cosas, no todas. Pero siempre queda el gran misterio indescifrable. No hay ensayo, no hay marcha atrás, no hay ruta a seguir; solamente hay aceptación y dejar hacer a la naturaleza, primero, y a Dios, después.

Cuando uno lleva ya muchos años vividos, gastado casi todo el caudal de la vida, con las goteras, más o menos grandes e irreparables, piensa más en la muerte, por estar más cercana. A veces se la ve venir, aunque sea a cierta distancia. Y desengañémonos, no tiene el rostro atractivo, ni la figura esbelta. No. Generalmente no es deseada ni bienvenida. Yo no sé si esa manera de imaginarla significa falta de fe, o no.  Parece que, lógicamente (con la lógica de la fe y el encuentro con Dios), deberíamos desear su llegada cuanto antes. Pero no veo que sea así en la inmensa mayoría de las personas; antes al contrario. Hay quien desea la muerte, debido a su situación (grandes dolores, vida muy difícil, grandes problemas insolubles, etc…), pero no me parece que ese deseo exista en el resto de los mortales que viven normalmente. Y me parece que se debe a otra lógica, la lógica de la naturaleza.

Por otra parte, la fe nos habla de felicidad, encuentro con Dios, eternidad gozosa. Pero no se puede olvidar que la fe es ciega, es oscura, no es evidencia. Hay santos que han deseado morir para encontrarse con Dios (¡tenían prisa!). Aquel “tal alta vida espero, que muero porque no muero” de Teresa de Ávila, debe ser lo propio de un místico, pero no de las gentes normalitas. Más razonable es la expresión de Pablo de Tarso, que decía estar deseando morir para encontrarse con Dios, pero si era necesario quedarse por más tiempo para evangelizar, lo prefería.

La muerte tiene mucho de misterio. Siempre que hablamos del “más allá”, tratamos de explicar lo inexplicable. Hablamos con palabras de fe, es decir en la oscuridad, aunque en la confianza.

Yo creo no tener miedo a la muerte, como podría parecer por todo lo dicho. No tengo miedo. Tengo, más bien, mis reservas, mi desconocimiento del proceso, mi no poder dominar unas circunstancias que se me imponen por sí mismas, sin mi consentimiento.

En los muchos entierros y funerales que ya me ha tocado presidir, he tratado siempre de hablar de muerte en sentido positivo, de esperanza, de hecho natural y necesario para alcanzar el fin último de encontrarnos con Dios-Padre, etc… Lo he dicho convencido. Lo que no sé, es hasta qué puntos todo eso era captado así por mis oyentes. Porque la muerte no deja de ser un trauma para el que muere y para los que le rodean. Es la impotencia de la vida para seguir viva.

A lo largo de mi vida religiosa, he cambiado de casa y comunidad muchas veces. Confieso que no me ha costado gran cosa, fuera del engorro del traslado, de la mudanza. Algunas veces he dicho que la muerte es como una mudanza; cambiamos de “casa”, pero con la conciencia de que vamos a vivir a otra mucho más confortable y acogedora. Pero lo cierto es que siempre da pereza el cambio. Y con la muerte, esa pereza se trueca en “pocas ganas”, en “no tener prisa”, en “lo acepto porque no hay más remedio”…. Se prefiere la chabola de la vida, conocida y tangible, aunque mal amueblada, al palacio del “más allá”, desconocido, misterioso.

Después de mi reflexión sobre la muerte, me inclino a pensar que hay una gran falta de fe en la reflexión, pero de “la fe del carbonero”, sin elucubraciones, ni razonamientos; esa fe “ciega”, que debe ser la que mueve las montañas, aunque aun siguen ahí los Pirineos. Porque la fe, por otra parte, no está exenta de la duda, y la duda no puede menos de causar desazón, o, al menos, perplejidad.

                                                                                                           Félix González

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