Corazones en red

En el Diario de Cádiz de ayer, 7 de diciembre, aparecía esta columnna de Ana Sofía Pérez-Bustamante, profesora de la Universidad de Cádiz, poeta y editora crítica. Su tesis es que existen “operadores poéticos” que transforman la realidad, como es el caso de la hermana Iris, religiosa de los Sagrados Corazones, misionera en Calcuta. Este artículo lo escribe teniendo como telón de fondo el programa dedicado por “Pueblo de Dios”, de TVE, a las misiones de los Sagrados Corazones en India. Para los que no lo vieron, pueden acceder al mismo en:

http://www.rtve.es/mediateca/videos/20091108/pueblo-dios-historias-calcuta/624217.shtml?s1=programas&s2=otros-programas&s3=pueblo-de-dios&s4=

“La hermana Iris, operador poético”

HAY gestos que actúan como operadores poéticos, que transforman la realidad. Un señor va con unos amigos en un coche y de repente les pide que paren porque quiere oler, quiere volver a oler, la tierra de las viñas. Los compañeros de viaje se quedan un tanto atónitos cuando el otro se pone a aspirar, con naturalidad, un terrón seco y polvoriento de albariza. El señor en cuestión era Rafael Alberti. Como en nuestra mentalidad el hábito hace al monje, en seguida pensamos: son cosas de poeta. Pero no hace falta ser poeta para operar sobre la realidad. Me mandan un link a un reportaje de TVE, Historias de Calcuta, emitido en el programa Pueblo de Dios. Sale una religiosa de los Sagrados Corazones: María Iris Prat. Es una mujer que en vez de jubilarse sustituyó su desempeño (ayudaba a los presos y sus familiares en la cárcel boliviana de La Paz) por un destino en la India. No viste hábito retro sino uniforme de monja on the road: pantalones, blusón, sandalias con calcetines y pelo muy corto. Dentro de dos bolsas de hule de las de ir a la compra van cuadernos y lápices de colores, juguetillos modestos y una muñeca enorme de brazos y piernas articulados y ojos que se cierran y se abren: se llama Sanguita. La hermana Iris no sabe ninguna de las docenas de lenguas que se hablan en la India, pero se sienta ante una puerta que ya no se usa en un edificio que es dispensario. Allí está la hermana con su pila de años y sus bolsas, con su gran muñeca en el regazo, y en seguida se le acercan bandadas de niños que andan siempre por la calle como gorriones. El gesto de ofrecer y compartir un precioso juguete transforma el espacio que rodea tres escalones en un jardín de infancia allí donde la infancia casi ni dura ni existe. No hace falta hablar el mismo idioma para jugar. Cuando se dirige a la cámara, la hermana Iris acaricia mecánicamente su muñeca, la sienta derechita, le alisa los pelos y le estira la ropa. Luego esta monja se irá poniendo en contacto con las familias que necesitan ayuda. Pero piensen ustedes en el operador poético: las calles enfangadas de Calcuta, las chabolas hechas con un lienzo de muro y un techo de plástico, el olor a flores, a guisos, a inmundicia conocida e inimaginable; el hormiguero humano; la oscuridad de los callejones; y una extranjera ya mayor andando todo el día de la ceca a la meca con una muñeca enorme a la que llama Sanguita.

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