Pascualillo, el tonto (cuento)

  Suele decirse que en todos los pueblos hay “un tonto”, o “un tontito”.barranquilla Como se quiera. La diferencia entre uno y otro es casi imperceptible.

  En Barranquilla del Mar, pueblo marinero donde los haya, había, también, un “tonto” o “tontito”; que ambas denominaciones se le aplicaban, según quién lo citara, o el cariño con que se le mirara.

  Barranquilla del Mar, tenía alrededor de 600 habitantes durante la semana laborable; y más de dos mil los fines de semana. Cuando llegaba el verano, aumentaba considerablemente el censo. Aquellas calas con arenas tan finas y aguas cristalinas, tan resguardadas de los vientos, que pocas veces molestaba a los bañistas, tenían un particular atractivo. La inmensa mayoría de los que las visitaban los fines de semana,  eran oriundos de aquel afortunado pueblo, y lo sentían y manifestaban con  todos los medios a su alcance.

  Muchos llegaban atraídos por sus playas, pero otros muchos, eran las raíces lo que los empujaba. Todavía quedaba familia o amigos a los que visitar y con los que compartir una buena amistad, en torno a un buen asado de cordero, regado con un vino del lugar, no muy elaborado,  pero que ayudaba a digerir la grasa del asado. A todo ello sucedía una larga –muy larga- sobremesa, en la que cabía de todo: noticias, chascarrillos, bromas… y las críticas a unos u otros de los conocidos del pueblo. Era una especie de deporte dialéctico.

  Hemos dicho que en casi todos los pueblos está la figura del “tonto” o “tontito”, que suele ser un personaje peculiar, aceptado por todos: querido, mirado con respeto, y con el que nadie se mete de manera antipática o despectiva, dada la compasión que despierta.

  En nuestro caso, solamente los más jovencillos, de vez en cuando le gastaban alguna broma, nunca hiriente, que unas veces recibía con alegría, y otras veces le causaban un breve enfado, pasajero y no violento. Incluso en esos casos, no dejaban de ser pruebas de cariño. Y él lo comprendía así, con sus escasas luces. Cuando disminuye la inteligencia, suele aumentar el instinto. Así es de sabia la madre naturaleza. Y eso se veía con bastante claridad en Pascual, el tontito del pueblo. La verdad es que pocos le llamaban Pascual. Casi todos usaban el diminutivo, como forma más cariñosa de llamarlo. Menos para sus padres y alguna persona más o menos sesuda, el tontito de Barranquilla era “Pascualillo”.

Como perteneciente a un pueblecito marinero y de bellas playas,  le gustaba merodear por el embarcadero, sobre todo cuando llegaban las barcas con el pescado, poco o mucho, según se hubiera dado la faena nocturna. Observaba la variedad de pescado que había caído en las redes, más o menos estimado por la gente del pueblo –menos exigente- , o por los veraneantes y turistas, que siempre se creían con derecho a quejarse de la calidad, del tamaño o del precio.

  Pascualillo iba de una parte a otra, sin parar en ningún sitio mucho tiempo. Era como un ave emigrante, de grupo en grupo, o del agua a la arena y de la arena al agua. Nunca se hubiera podido predecir dónde aparecería unos minutos más tarde.

  Se sentía libre, sin necesidad de normas ni costumbres, sin complejos ni condicionamientos. Era la libertad de la inocencia, sin conciencia alguna de culpabilidad por nada, ni ante nadie. Llamaba la atención de la gente, de los pescadores y de los bañistas, pero a él nada le llamaba la atención. La única ley que conocía era su voluntad, aunque tenía, eso sí, el sentido del respeto a las personas, a las que jamás faltaría.

  Poco tiempo necesitaba para que la gente nueva le quisiera, como si lo conocieran de toda la vida. Su candor innato y su sencillez, llamaban la atención de todos. Todo lo que le faltaba de luces intelectuales, le sobraba de buenos sentimientos. Era un alma transparente, sin trastienda, sin doblez… todo espontaneidad.  No había ningún rincón del pueblo que no conociese, que no visitara diariamente; conocía bien los alrededores: el encinar donde las tórtolas anidaban. Conocía muchos nidos, se sabía el número de huevos que tenía cada uno, o los pajarillos que ya habían roto el cascarón. Pero lo respetaba todo. Muchas gente se preguntaba de dónde habría sacado ese respeto y amor a la naturaleza.

 Solamente el río que bordeaba el pueblo a cierta distancia, le proporcionaba un cierto escalofrío. Aquellas aguas, de vez en cuando torrenciales debido al desnivel de su lecho, le impresionaba.

 No solía acercarse por allí; pero  si alguna vez se hallaba cerca por haber llegado distraído, siguiendo algún jilguero, de los muchos que abundaban por allí, se estremecía; un miedo extraño y mal disimulado le recorría por su cuerpo. Parece que el agua le atraía  sin poderlo evitar y le llamaba al fondo del abismo. Era una mala experiencia que tuvo que sufrir más de una vez, y de la que nunca hablaba, a pesar de ser extrovertido y parlanchín. Sus padre conocían esa reacción y eso les tranquilizaba, porque de esa manera no correría peligro. Más de un joven, poco precavido había desaparecido entre sus revueltas aguas.

  Pascualillo era, de alguna manera, la alegría de aquel pueblo. Nadie hacía burla de él, pero todos gozaban con sus inocentes travesuras, su media lengua y sus gestos y aspavientos exagerados.

 

  Pasaron algunos años. Pascualillo, el tonto, seguía siendo querido  por todos, aunque según se iba haciendo mayor, sus ingenuidades ya no hacían tanta gracia, y sí daban más lástima. Ya no recorría el pueblo, ni sabía ya dónde había nidos de tórtolas, ni perseguía a los jilgueros por el campo.

  Había perdido el miedo al río, y empezaba a sentir un atractivo irresistible hacia aquella corriente impetuosa. Con gran preocupación de sus padres, que eran incapaces de prohibírselo, pasaba largos ratos contemplando la masa de agua espumosa caer hacia la sima. Nadie comprendía aquel cambio. Nadie podía imaginarse qué pensamientos cruzaban por su deficiente mente.

  Un triste día, gris y plomizo al mismo tiempo, corrió la noticia de que Pascualillo había desaparecido. Lo buscaron por el pueblo, recorrieron palmo a palmo el encinar, pero no había un solo rastro reciente de su paso. Y todos tenían los mismos presentimientos y parecidos temores, aunque nadie se atrevía a decirlos en voz alta. Aquel río seguramente sabía el gran secreto de la desaparición de Pascualillo. Pero guardó el secreto para siempre. Un secreto a voces, que nadie se atrevía a pronunciar. Un secreto que corrió de boca en boca por varias generaciones, como suelen contarse los secretos Hoy, pasados muchos años, se sigue contando la historia del que fuera el tonto del pueblo. Pero su desaparición sigue siendo el secreto mejor guardado en Barranquilla del Mar.

 

                                                                                          Félix González

119 Responses to “Pascualillo, el tonto (cuento)”

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