“LA PAZ NUBLADA”
“Bendito Nicolás”
Recibí tu llamada a media mañana, oí tu voz tierna como siempre, pero algo cansada y dulcemente amiga. Sentí tu grito con una nitidez asombrosa, quizá porque ya te habías preanunciado en un comentario en mi post dedicado a la “Bendita Jara”, y que no dejaba de darme vueltas dentro. En tu grito te rebelabas ante ese modo de cantar y contar la vida en positivo con el que siempre aparezco, como si no existieran más que salmos de alabanza y bendiciones y no los hubiera de queja y lamento herido – como el 21: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado”-. Y me contabas de donde venía tu desgarro, tu sobrino Nicolás y lo que le rodea, y también con lágrimas y llanto me decías “Bendito Nicolás”. Esperado y muy querido, lleva ya tres años de vida entre vosotros, y se expresa con su manos, su cuerpo, pero no habla y no sabe nadie por qué; eso hace sufrir, sobre todo porque se le ve en desigualdad de condiciones, especialmente en la relación con los que son de su edad, con los que os gustaría verlo jugar, reír, cantar, correr y hasta pegarse en algún momento.
Tu dolor, por otra parte, era contigo misma. Estás metida en la briega del dolor diario de la vida, en Cáritas, con los inmigrantes, los desahuciados, y tú te arriesgas, te comprometes y luchas desaforadamente porque te duele todo y te arde; pero ese dolor de la misión vocacionada es incomparable con el que sientes ante tu propia carne y sangre. Aquí te desgarras por dentro, sin saber por qué, y no sabes digerirlo, el grito te consume y paraliza tu ánimo para leerlo esperanzadamente y sacarle lo bueno y lo grande que pueda encerrar, aunque la ternura y el amor se le ha dado a borbotones. El dolor es más grande, porque ante el deseo del hermano que viene, hay miedo, inseguridad, expectativas que tienen previo de dolor y aparente fracaso, sin razón. Te duele, lo que sientes, y hasta te preocupa si es que te falta la fe, y crees que yo la tengo en mayor medida que tú, por lo que leo y digo en la vida. La crisis de fe, tan necesaria para que se purifique y sea la fe fuente de vida, y sin embargo tan árida, seca y dura como el propio desierto junto al pozo de Jacob.
Me has recordado, a mí que explico escatología, todo el proceso de dolor y pregunta sin respuesta, que vive el pueblo de Israel durante siglos ante la inquietud y el dolor de los inocentes. He visto retratada en tu llamada la poesía lacerante de Job, su rebeldía creyente, y su silencio destruyendo una justicia disfrazada en el engaño de que a los buenos les va bien y a los malos mal, y que algo malo habremos hecho; o en aquella que dice, no te preocupes que ya os vendrá lo bueno, se paciente y aguanta, la “bendita” resignación. Job en su grito revelaba el rostro de Dios que rompía con una caricatura, y que se abría en interrogante para presentar un rostro inesperado pero auténtico y, para muchos escandaloso, aunque Isaías ya nos hablaba de aquél ante quien se ocultan los rostros, porque se le ve despreciable y destrozado en medio de los hombres. Al final se impuso el Dios de la vida que vence a la muerte con el amor, pero aderezado con el dolor de la crisis, y de la muerte incluso.
Pero en tu carta de reflexión posterior, en la que me muestras tu estima y amor fraterno, así como tu seguimiento fiel a mi blog, para compartir sentimientos y esperanzas, me das una clave que entiendes válida para acoger y vivir ese sufrimiento único y misterioso que sientes en ti de un modo nuevo, ante el sufrimiento inocente de ese familiar tan querido. Me dices que tu padre usaba un dicho: “la sangre no es agua”. Es cierto, hay cosas que no sabes por qué se meten tan dentro y te rompen de tal manera, que no es descifrable en lo humano y tampoco en lo divino; eso nos ocurre por ejemplo en el ámbito sagrado y humano de lo familiar, ahí vivimos y sentimos de un modo inefable, sobre todo cuando es en la inocencia de la niñez. Este modo de dolor, nos nubla la paz, aunque no enturbia el amor, y nos cuestiona de un modo único; nos hace entrar en crisis de purificación. Y aquí entra la lectura teológica, la que tú me propiciaste en tu conversación, rompiendo la mañana y mi quietud para adentrarme en el misterio de lo absoluto que se nos ha dicho en la debilidad de un modo único.
Acabamos de celebrar la navidad, en la que tú te has interrogado de un modo especial ante la figura de Nicolás y del niño en Belén. Nuestro Dios se ha encarnado, o sea, el creador se ha hecho creatura; ahora nada, ni nadie, le es ajeno; todo le toca, le duele, y no de cualquier modo, desde fuera, desde la ayuda, o la solidaridad foránea. Se ha hecho carne de nuestra carne, uno de los nuestros, está de nuestro lado, siendo uno más. Tiene nuestra sangre, no somos agua para él. Y esa sangre le hierve, le quema, y la entrega: esta es mi sangre… Qué dolor de unidad en la oscuridad. Cómo entiendo desde tu sentimiento, al Dios encarnado en Belén, pero también en el huerto de los olivos: “Si es posible que pase de mí este cáliz… pero –como me dices en tu correo- que el plan de Dios se cumpla; que sea todo según el querer de Dios”; y todo ello aunque te duele el alma y eso hace que digas con Job: “me cabreo y me rebelo”, sintiendo la experiencia del “abandono de Dios”, y no sabiendo llegar al “abandono en Dios”. Al mismo tiempo que te das cuenta que “la sangre no es agua”.
Creo que desde ti, puedo leer con mucha más profundidad, el capitulo octavo de la carta a los Romanos, y sobre todo, aquello de “nada me podrá separar del amor de Dios…ni el dolor, ni la muerte, ni la crisis”. Porque Dios no nos ha amado desde el agua, sino con agua y sangre, las que salieron de su costado al recibir la lanza; agua y sangre en la que nosotros hemos encontrado la vida. Aunque todavía sigamos, como los de Emaús, con la dificultad de creer que el crucificado ha resucitado. Ayúdanos Señor, a saber llegar al “Señor mío y Dios mío” del Tomás, y si hace falta que sepamos dejarnos coger nuestra mano y nuestro dedo por ti, para meterlos en la lanzada de tu costado y en los clavos de tus manos, y saber reconocerte con esperanza en el “Bendito Nicolás” que nos depare la vida, como rostro de tu amor sangrado, que ha resucitado y tiene vida para todos.
Por eso hoy quiero rezar contigo ese himno de la liturgia, que los dos hemos rezado muchas veces, pero que hoy tiene rostro y sabor de tu momento y tus sentimientos. Desde él nos unimos a todos los inocentes de la historia que les toca abrazar la cruz y ser cirineos:
que yo sé que llegará,
no se me enturbie el amor
ni se me nuble la paz”