“El dolor y el amor fiel” – Un entierro “con-sentido”

Querido Manuel:

Celebrar el amor en el dolor

ALa imagen puede contener: 2 personas, anteojos e interioryer ha sido uno de los días memorable, en los que al celebrar la Eucaristía, me sentí más sacerdote y más creyente. Alguna vez te lo dije, amigo Manuel,  pero hoy quiero hacerlo más explícito y público. Tu persona y tu presencia siempre han sido un motivo de ánimo y de referente evangélico para mí  y los que te rodeaban en la residencia de la Granadilla.

Paco, mi compañero, me  llamó para ver si podía yo celebrar un servicio litúrgico funerario en el tanatorio, a las cuatro de la tarde porque él no podía. Sabíamos que el difunto era un residente de la granadilla, pero nada más, creíamos que era uno de los enfermos que había recibido el sacramento de la Unción el domingo. Pero al llegar al tanatorio y entrar para rezar ante el féretro, todavía abierto, me di cuenta que era tu cadáver el que tenía delante de mis ojos.  Me sorprendió y me dolió, no lo esperaba, porque el último domingo que celebré en nuestro centro allí estabas tú, como siempre, bien atento y dispuesto, con ese clamor dominical que sostenemos: “Aquí no hemos venido a morir, aquí hemos venido a vivir”. Al verte yacente y sin aliento vital, sentí tu ausencia y me habitó enseguida el recuerdo entrañable de tu presencia y tu humanidad, lo que tú has sido para mí y mi ministerio en la residencia. Después me contaron que el corazón, agotado de tanto amar –pensé yo- , se había parado para siempre. Se me agolparon muchos sentimientos y alguno expresé en la homilía, sobre todo se me vino al corazón las veces que habíamos estado juntos ante el altar con la riqueza de la vida, en su amor y en su dolor y limitación.

El evangelio de la verdad

Cada celebración  dominical de la eucaristía en nuestra capilla te he visto atento y  participativo, sentado atrás donde era más fácil incorporar la silla de ruedas de tu esposa, ese tesoro que no has soltado en ningún momento de tu mano, el tesoro que  has cuidado, protegido, mimado, acariciado, como nadie. Por eso algunas veces he hecho referencia a vosotros en la homilía al aplicar el evangelio a la vida. Tú ha sido para mí referente evangélico en tu modo de estar en la residencia y de cuidar a Francisca, tu esposa, en su enfermedad. Cada vez que el evangelio hablaba de entrega gratuita, de amor sin medida, de fidelidad radical, de compasión y misericordia, se me venía al corazón tu imagen agarrado a tu esposa amada, internados los dos  en ese centro  donde se cuidan dependientes.

Ser pan partido

He orado muchas veces con una conversación sencilla que tuviste conmigo, al comienzo de tu  presencia en el centro. Habías ingresado a Francisca porque los medios que  necesitaba ya no se los podíais dar en la familia, en casa. Al comienzo tu venías todos los días a visitarla y cuidarla, pero eso no duró mucho, porque hiciste tu reflexión  y  te dijiste a ti mismo que si ella estaba aquí, tú te vendrías en cuanto pudieras con ella, para compartir esta etapa, estabas dispuesto a entregar tu independencia para hacer amable su dependencia, para que no le faltara ni un minuto tu cuidado y tu ternura. Ante su debilidad tú entregabas toda tu fortaleza, tu vitalidad para que ella tuviera amor.  Por eso cuando yo partía el pan  en el altar, no podía por menos que darme cuenta que era lo que tú estabas haciendo todos los días, partir tu tiempo para dárselo a ella muy poco a poco, que era el modo en que ella podía recibirlo porque ya no se da cuenta de casi nada, aunque siente y recibe amor.

El vino de la vida

Pero además yo observaba cómo, desde esta situación y debilidad, con esa silla de rueda siempre en tus manos y en todas partes, has ido creando un ambiente de paz y armonía entre los compañeros, has jugado, reído, cantado, paseado, y siempre lo has hecho con otros, creando familiaridad y fraternidad. A mí mismo me has hecho sentirme bien cientos de veces, desde el pago de un café con cariño, hasta la conversación tranquila, la alabanza a los pequeños detalles que yo pudiera tener. Me gustaba cómo me recibías y me tratabas, la sencillez y naturalidad con la que lo hacías, y como era tu forma de ser y de estar. Me animaba cómo me hablabas y presentabas a tus hijos y a tus nietos, tu orgullo de sentirte querido y acompañados por ellos. Por eso al alzar el cáliz con vino de la alegría, de la sangre entregada de nuestro Señor, ponía también tu bien ser y tu ánimo positivo en medio de la limitación.

Que Dios te tenga en la gloria, por haber amado tanto

Por eso hoy, en tu entierro, cuando he leído el texto evangélico del grano de trigo que cae en tierra y da mucho fruto me lo he creído a pie juntillas pensando en tu vida, y cuando he ofrecido el pan y el vino consagrados, he sentido la presencia real de Cristo allí en la asamblea, porque tú has sido un verdadero testigo de quien ama y da la vida con alegría. Sí, en la misa de tu despedida, rodeado de los tuyos, de tus amigos, de compañeros de la residencia, he dicho el “por Cristo, con él y en él” con una emoción profunda, he recordado que tu junto a Francisca, en su debilidad y límite total, has sido: ternura, compasión, entrega, gratuidad, serenidad, cuidado, familiar, sensato, sabio, amigo.  El evangelio se ha hecho vida una vez más: “Te doy gracias Padre, porque estas cosas tan importantes no se las has revelado a los sabios y poderosos de este mundo, sino a los más sencillos”. Tú has sido sencillo  y has amado hasta la muerte, por eso Dios te habrá dado ya lo que te mereces: LA GLORIA.

Sigue cuidándonos y protegiéndonos desde el cielo, te necesitamos hermano. No dejes de abrazarme