Ecumenismo en la clausura. El Icono de la unión entre los cristianos.

Preparando la semana de oración para la unidad de los cristianos, como delegado diocesano de ecumenismo, me encontrado con esta perla que quiero compartir con vosotros. Me gusta entender y presentar el ecumenismo desde la realidad de la vida, desde lo signos concretos que nos los manifiestan, allí donde el Espíritu rompe todas las fronteras y une en el amor, en la belleza, en el arte, en la contemplación, en la adoración. Este es un caso de ellos, Sor Carolina es la testigo fiel de un ecumenismo sano y vivo. Pongo en vuestras manos su reflexión

(Hna. Carolina Espinosa, clarisa, Badajoz).-

¿Cómo hacer una imagen del Invisible? Mi primer encuentro con un icono fue con un Pantocrátor: cada detalle de su rostro, su mirada tierna y creadora me cautivó, eso fue hace ya muchos años, creo que casi 20 años, momento de mi vida en que empezaba a colarse dentro de mí el “perfume de la divina-humanidad de Cristo que me invitaba, más bien, me imantaba a ir tras de él y ver donde vivía” (Jn 1, 35-42).

En un principio contemplar ese rostro, y para sorpresa mía, sentirme traspasada por esa mirada de Jesús, junto con la lectura atenta de la Sagrada Escritura, fueron fundamentando el inicio de mi vocación al seguimiento de Cristo en de la vida contemplativa.

Después de haber ingresado al monasterio, en la orden de Santa Clara, el siguiente paso fue conocer el icono del Cristo de San Damián; en nuestra espiritualidad franciscana la contemplación de esta imagen forma parte integrante de nuestra vocación y “formación de nuestros sentidos”.

Fue de los labios de este icono de quien Francisco escuchó esas palabras que están al principio de su vocación y que le acompañarán toda su vida: “Francisco, ve y repara mi Iglesia, que como ves está en ruinas”; de igual manera fue también el Guardián y Compañero de Clara y sus hermanas de San Damián todos los años de su vida.

La contemplación de esos grandes ojos que no dejan nunca de mirarme fue y siguen siendo parte esencial en mi oración, en mi encuentro con Cristo.

De aquí surgió en mi esa “sed”, ese deseo interno y muy escondido por acercarme un poco a la iconografía bizantina: en un principio ir conociendo los primeros siglos de la Iglesia en que se fue fijando el canon de las imágenes sagradas por los Santos Padres y la Tradición. Los iconos forman parte fundamental de la espiritualidad de la Iglesia de Oriente; de hecho algunos piensan por ello que se trata de una sensibilidad espiritual que no se corresponde con la nuestra, pero no es así, los iconos son un reflejo de la espiritualidad de la Iglesia anterior a la gran división del siglo XI.

Acercarse a los iconos es así acercarse un poco más a la fuente de la unidad. Los iconos tienen sus orígenes hacia el siglo IV en un momento de la historia en que la Iglesia se presenta en toda su unidad. Para entender los iconos hay que comprenderlos como pinturas nacidas en la liturgia y realizadas para la liturgia.

Nacen de la alabanza del pueblo cristiano reunido en asamblea y son pintadas para expresar el contenido de la sagrada liturgia. No se tratan de un mero adorno, ni de una simple imagen religiosa.

Son la expresión de la Iglesia orante, de la Iglesia que alaba, contempla e intercede en Jesucristo ante el Padre. Son expresión de la liturgia celeste. De este modo el acercarse a un icono, el besarlo, el orar ante él, nos lleva a esa liturgia celeste y a la asamblea de la comunidad en oración. Por eso nada más profético que la exhortación del Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica sobre las Iglesias orientales de respirar con nuestros dos pulmones: oriente y occidente.

“Escribí” mi primer icono en el año 2014 en el taller de iconografía de la Parroquia Ortodoxa de la Protección de la Madre de Dios de Barcelona con el maestro iconográfico rumano ortodoxo Neculai Saftiu. En el año 2016, dicho maestro se trasladó hasta nuestro monasterio, en Badajoz, donde ha impartido dos nuevos cursos, sumándose dos hermanas más de mi comunidad, un hermano franciscano y uno de los alumnos del taller de Barcelona.

Después de esto con mucho temor y temblor, con pudor, respeto y mucha veneración, he empezado desde mi celda a escribir algunos iconos para nuestra capilla, para algunas hermanas; ahora se ha empezado a conocer y otros monasterios me han encargado algunos iconos para sus capillas, también otras personas que tienen sensibilidad por la “teología de la luz y del color” han empezado a interesarse por algunos iconos de Cristo, de la madre de Dios “La Theotokos”.

El trabajo en cada uno de los iconos me enseña que el tiempo y resultados no cuentan. El ambiente que el mismo trabajo convierte la acción en una liturgia sin dejar de ser también una actividad pastoral, no sólo por el alcance de la oración sino también porque sabemos que esa imagen será presencia de Dios en medio de su pueblo, espacio donde la devoción humilde hará un alto y elevará el corazón. Simplemente soy una hermana que desea aprender y compartir con los otros lo que ella misma recibe de la contemplación y el encuentro con Cristo, su santísima Madre y los santos.

Para mí la experiencia de escribir un icono ha sido una de las más sublimes de mi vida; una gracia que me maravilla y me hace comprender como todos estamos llamados por Dios a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa (1Pe 2,9). Me hace comprender aunque sea un poquito la apoteósica alegría de Dios por ver reflejado en cada uno de nosotros el bendito rostro de su Hijo Jesucristo; me hace tener esperanza de ver yo también reflejado el rostro de Cristo en mis hermanos y hermanas y en el mío.

Yo misma me siento obra inacabada de Dios. Una inexplicable certeza de que la belleza de cada ser humano se encuentra oculta. Belleza que responde a la mano de Dios en cada ser humano; belleza circunstancialmente oscurecida o dañada, pero posible siempre de ser descubierta y potenciada. Tener una mirada nueva hacia las personas más heridas, aparentemente oscurecidas, y proclamar su valor indiscutible inseparable del misterio Pascual.