La limosna y Dios

DIOS ES SU POBREZA: ¿ La limosna de Dios?

Epulón y Lázaro

Frente a los dioses de la naturaleza y de los sabios, el Dios de Jesús no pide, ni exige, no quita, ni se apropia de nosotros mostrando su poder y su riqueza. Escandalosamente es el “Dios que se da” y que se muestra como “Don”. Su riqueza no está en apropiarse y acumular, sino en darse y deshacerse para que los demás se enriquezcan y se divinicen con su amor y su gracia: “Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios… no os he elegido por su un gran pueblo, erais el más pequeño de los pueblos, os elegí por puro amor”.

Su riqueza somos nosotros, y su voluntad es hacernos hijos queridos suyos para que todo lo suyo sea nuestro y podamos gozar de su divinidad. Y en el colmo del asombro y la donación, se olvida de sí mismo, se silencia en su poder –“como oveja llevado al matadero, no abría la boca”, como dice el profeta- para que nos llegue la vida. Nos paga nuestros pecados y nuestras idolatrías –prostituciones- enamorándonos de nuevo, seduciéndonos con su perdón sin límites. En Cristo la limosna ha sido definitiva y terna: “siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”. La verdadera limosna es saber ayunar de asegurarnos, poseer y acumular.

LIMOSNA: “La limosna que Dios quiere”

“Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. La limosna no es algo externo, es lo que se produce cuando abiertos al Padre y recibiendo el alimento del Hijo, entonces deseamos ser como Él y, tocados por su Espíritu, queremos partir nuestro cuerpo para ser pan que dé vida al mundo. Se trata de un modo de vivir en el riesgo que asegura la libertad de espíritu para estar comprometidos en la vida de cada día, sabiendo que hay más alegría y riqueza en dar que en recibir.

Jesús de Nazaret ha encontrado –un padre que le ama- un tesoro en medio del campo, un perla preciosa, sabe que es como la levadura que fermenta la masa, que va despacio como el grano de mostaza que se siembra muy pequeñito, pero poco a poco va creciendo. Así fue en su vida entregada, treinta años de vida oculta, callada, en silencio creativo y profundo, sencilla, pobre. Ahí está la mayor limosna de Dios, don que no viene por la vía de la eficacia sino por la fecundidad, por descubrir al Padre en la vida de los más sencillos y pobres, porque así le ha parecido mejor.

Y ahora Él, el humilde aldeano de Nazaret,  nos da el mayor tesoro que puede darse a nadie, la limosna del absoluto, la que tiene el Hijo amado: “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Y nos lo ha revelado a nosotros, a través de su vida, sus signos, sus palabras…

La mayor limosna que podemos dar es el evangelio de Jesucristo, el encuentro con su propia persona. Pero esto no se hace con algarabía ni trompetas,ni con doctrinas y palabras, sino desde el silencio de la entrega a lo que los otros necesitan de mí, especialmente los más necesitados. Esto requiere el silencio de mis caprichos, la conducción de mis deseos, el orden de mis necesidades, para que pueda escuchar la vida de los que me rodean, sus necesidades y sus gritos de dolor y esperanza.

Cuando me acerco, en silencio interior y contemplativo, a la vida de los más sencillos y pobres de la historia, entonces descubro el mayor tesoro que es Dios mismo, que se me da gratuitamente en ellos y llena de sentido profundo mi vida. Donde creíamos que estaba la muerte, la sombra, el deshecho, la desgracia, nos encontramos la vida y la luz para nuestras pobrezas y oscuridades.

En la limosna, en nuestro acercamiento a la debilidad, Dios nos hace fuertes para aceptar nuestras propias pobrezas y limitaciones, para hacernos realmente libres dentro de nosotros mismos. La limosna, entonces, se convierte en nuestra riqueza, al sentir que es Dios mismo quien se da en limosna a nosotros si nos abrimos al riesgo de la vida, sin exclusión y en fraternidad, queriéndonos tal como somos, porque la perfección está en la verdadera compasión de todos para con todos.