La muerte de un joven

Javier -así se llamaba el muchacho de quien escribía en la última entrada- murió pocas horas después. Se marchó en paz, su padre y una prima muy querida estaban con él cuando su vida se apagó, al punto llegaron el resto de familiares. Dejó tras de sí tristeza y llanto inconsolables, como no podía ser de otra manera, una ausencia que parece insuperable. El dolor se vio tamizado por la compañía numerosísima en el cementerio, en el funeral y el entierro. Conmovía ver las lágrimas de familiares y amigos, la mayoría gente muy joven, posiblemente para muchos de ellos era el primer contacto con la muerte. Un muchacho que era entrenador de balonmano de diversos equipos, de diversas edades, que le lloraban y despedían con un cariño que hablaba de lo mucho que lo habían apreciado en vida y lo dolorosa que les resultaba su muerte.

Ahora, sólo queda el silencio. La ausencia. El recuerdo de otros tiempos que aflora a cada momento, parece ocuparlo todo y provoca tanto dolor que se convierte en insoportable, hasta que se alivia temporalmente con el sueño. De poco sirve pensar que, como cristianos, no creemos en la muerte sin resurrección, aun cuando no sepamos en qué consiste ésta. Es el momento de la fe desnuda, desprovista de toda razón, que se lanza a la negrura y pregunta, como Jesús en la cruz, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”. Cuando el Padre ya no está, ni se le percibe ni se le espera, cuando todas las experiencias previas de un Dios fiel no resultan de ayuda, cuando nada ni nadie parece que puedan aliviar el dolor. Quizás sólo queda pensar en Jesús crucificado -queda todavía próximo el recuerdo de la semana santa, ahora instalada en un Viernes Santo permanente- , que conoció antes que nosotros el abismo al que hemos sido arrojados, de forma todavía más dolorosa e injusta, porque no es lo mismo morir en una cama rodeado del cariño de los tuyos que en un instrumento de tortura, abandonado y maldito, aunque eso sirva ahora de poco consuelo a esta familia por la que rezo y lloro.

No quiero dejar de mencionar lo que vi la tarde de la muerte de Javier en el hospital donde le trataban (La Princesa de Madrid). Un personal sanitario que abrazó y lloró con los padres, de todos los estamentos profesionales: el joven médico que le atendía, enfermeras, auxiliares. Eso dice mucho de su calidad humana, mucho más allá de una profesionalidad que han demostrado durante estos duros años, en los repetidos ingresos hospitalarios, las tandas de quimioterapia, los trasplantes de médula. Como médico, he aprendido que el factor humano hace más llevadera la peor de las situaciones, y apenas puedo imaginar una peor que ésta.

Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.

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