La flor de loto
Hace muchos años, en las tierras soleadas del Japón, en una isla perdida en las aguas del Pacífico, ocurrió la historia que voy a contaros.
El Japón es un país exótico y desconcertante. Su forma alargada y sutil en medio del océano, parece una legendaria sirena, bordada en esmeraldas sobre un fondo de raso azulado. Sus tierra fecundas, sus valles templados, sus picos agrestes, su flora y su fauna, forman un conjunto extraño, una amalgama heterogénea, un arco-iris eterno sobre el diluvio constante de sus mareas sempiternas.
Si a esto añadimos las nieves perpetuas de sus almendros en flor, y los ojos rasgados de sus mujeres de marfil, formaremos la imagen de un paraíso de ensueño, soñado por un poeta en una noche estrellada del estío.
Un sin fin de pequeñas islas enmarcan sus costas, como un rosario de perlas engarzadas por la espuma de sus olas, y con el brillo del sol naciente. En medio de sus esbeltas colinas, o a orillas de sus pequeños lagos serenos, unos hombres de cuerpos pequeños y almas gigantes, viven el drama interno del duro trabajo de cada día.
Fun-Chin era un niño alegre y juguetón. No había conocido a sus padres. En la aldea le llamaban “Alegría del amanecer”, porque su rostro sereno y siempre sonriente, parecía una aurora perenne. Fun-Chín trabajaba el pequeño campo de su anciano abuelo, con el que compartía las labores y las estrecheces de la pobreza. Pero en medio de su miseria, Fun-Chín cantaba y sonreía. Sonreía y cantaba siempre.
Un día llegó al poblado de Chian-Kú un extraño personaje, venido, tal vez, de allende los mares. Pero aquel hombre desapareció pronto. Nadie supo nunca de dónde había llegado exactamente, ni a dónde se había ido. Lo cierto es que aquel desconocido y enigmático personaje, desapareció una mañana soleada de agosto. Pero lo que sí supieron todos los aldeanos de Chian-Kú es que aquel extranjero se llevó para siempre, en su misterioso y constante peregrinar, la sonrisa del joven Fun-Chín.
Algunos dijeron haberles visto hablando muy cerca del sendero que sale del pueblo. Otros afirmaron que aquel extranjero misterioso era el espíritu de algún antepasado, con el encargo de sembrar sus tristezas por la tierra, hasta que, cumplida su misión, pudiera entrar en el gozo celeste. Y no faltó quien aseguró que el desconocido peregrino había dejado en el rostro del joven, el hechizo de sus ojos errantes. En realidad, lo único que sabían con certeza, era que Fun-Chín había dejado de ser “Alegría del amanecer”, para empezar a ser “Nostalgia del crepúsculo”. Era inútil que las gentes del pueblo le preguntaran por la causa de su tristeza. Ni siquiera el anciano abuelo pudo nunca saber el porqué de aquel cambio en el rostro y el alma de su nieto.
Pasaron muchos años. Acaso treinta o. tal vez, más. El abuelo se había llevado a la tumba el deseo y la esperanza de volver a ver sonreír, un día, al triste Fun-Chín. En la aldea, los viejos del lugar se habían acostumbrado ya a ver la penumbra de aquella figura. Los jóvenes siempre le habían conocido así. Todos parecían haber olvidado que un día, ya lejano, el rostro del joven había sido un oasis de alegría y de paz. Sólo el viejo abuelo, desde la humedad de su lecho de tierra, tapizado de margaritas, parecía exhalar un hondo gemido de dolor y de esperanza. Fun-Chín seguía su vida como hacía treinta años, viviendo los recuerdos innumerables del abuelo. Seguía, también, cultivando el pequeño campo, donde solía pasar la mayor parte del día.
Una mañana, fresca como la sombra de las cañas de bambú, dejó el joven la casa, y se dirigió camino del arrozal, como de costumbre. Pero algo especial tenía el aire aquella mañana; y un extraño presentimiento, junto a un augurio de misterio, bullía en el ambiente. Había caído un leve rocío sobre las hierbas y las flores. Aún conservaban las montañas lejanas el tinte oscuro de sus contornos, y alguna estrella seguía durmiendo en el océano infinito del firmamento.
Todo eso le había sobrecogido a Fun-Chín. Algún raro fenómeno se estaba fraguando en su interior. Se diría que por un instante había renacido en su espíritu el resplandor de una sonrisa, que no llegó a cuajar en sus labios. Cruzó las callejuelas tortuosas que desembocaban como pequeños ríos en el mar florido de los campos en sazón. Vio cómo el sol comenzaba a platear los almendros de los huertos. Algunas ventanas, menos perezosas, empezaban a abrirse al mismo tiempo que se entreabría el cáliz de las flores. Un perro callejero cruzó camino del pueblo. Algún pájaro ligero y silencioso voló muy cerca, en busca de sustento. Y en la pagoda de tejados curvos y rebuscados, se oyeron siete golpes secos de gong, invitando a sus monjes a la salmodia rutinaria de la oración.
Al pasar junto al arroyo que bordea el camino, pudo ver cómo una flor de loto dejaba su imagen impresa en el agua, como una ninfa, o como una pequeña diosa que consultara su belleza con el espejo que enmarcaba el viejo puente de madera, carcomida por los años. Y por primera vez en su vida, Fun-Chín tuvo envidia. Envidia de su serena soledad, envidia de su matiz blanquiazul, envidia de aquella sonrisa imaginaria, acunada por el viento y mecida por el agua. Y su espíritu de poeta, solitario y triste, no pudo vencer la profunda nostalgia de aquella visión. Inclinó suavemente su cuerpo, como un tallo tierno; sus ojos se confundieron con aquellos pétalos de nácar; y su aliento templado y húmedo fue aroma de loto y esencia de flor.
Desde entonces nadie volvió a ver ya en Chian-Kú al joven Fun-Chín. Sólo supieron que una mañana, temprano, había salido de la aldea para no volver más. Pero el rocío de la aurora supo que tenía una flor de loto más, donde dejar su beso de cristal las mañana de primavera.
Félix G.
Pues ¡ojo! con los ladrones de sonrisas.
Deja que ponga un verso de Neruda.
Tu risa
Quítame el pan, si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.
No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de plata que te nace.
Mi lucha es dura y vuelvo
con los ojos cansados
a veces de haber visto
la tierra que no cambia,
pero al entrar tu risa
sube al cielo buscándome
y abre para mi todas
las puertas de la vida.
Amor mío, en la hora
más oscura desgrana
tu risa, y si de pronto
ves que mi sangre mancha
las piedras de la calle,
ríe, porque tu risa
será para mis manos
como una espada fresca.
Junto al mar en otoño,
tu risa debe alzar
su cascada de espuma,
y en primavera, amor,
quiero tu risa como
la flor que yo esperaba,
la flor azul, la rosa
de mi patria sonora.
Ríete de la noche,
del día, de la luna,
ríete de las calles
torcidas de la isla,
ríete de este torpe
muchacho que te quiere,
pero cuando yo abro
los ojos y los cierro,
cuando mis pasos van,
cuando vuelven mis pasos,
niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
porque me moriría.
Susana: ¡qué bonitos versos de Neruda. He gozado al leerlos. No los conocía. Gracias por tu aportación. Saludos.
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