Vivir la muerte (3)
LA MUERTE RECLAMA VIDA FECUNDA
Continuando con la idea anterior la muerte nos alerta de que una vida infecunda quedará sepultada sin dar fruto y sin posibilidades. La misma experiencia nos da que frente a la muerte el arma más radical que tenemos es fecundar la existencia con signos que sobrepasan a la muerte y estos no son otros sino los que propician el amor fecundo. La fraternidad es la respuesta vitalista y permanente que supone no entregarse a la destrucción; toda vida agotada en la entrega (ágape) ha sido dadora de sentido y permanece en lo fecundado más allá de todo egoísmo encerrado en la infecundidad del más craso zánatos (muerte). Cómo no recordar aquí las frases evangélicas que nos hablan de que “el que esté dispuesto a perder (entregar) su vida la encontrará y el que pretenda guardarla (egoísmo infecundo) la perderá” o “el grano de trigo si no cae en tierra y muere no pueda dar fruto”.
Es desde aquí donde los cristianos vemos que todo deseo de permanencia desde el puro éxito y prolongación de la sombra del propio yo, no sobrepasa la muerte haciéndola gesto de vida, porque aunque la obra permanezca no puede tener vitalidad sino es verdaderamente amada por alguien. Los herederos luchando por las riquezas de los antepasados sabios o necios nos muestran la muerte de la obra legada y de su autor. Sin embargo, vivir desde la fraternidad en la apuesta por el otro es el modo triunfal de vivir muriendo y morir viviendo. Es en Cristo donde nosotros vemos culminada esta riqueza de la muerte-vital en el ser humano: “nadie me quita la vida sino que la entrego libremente”. En el contexto del amor y la fraternidad se puede entender la condición mortal y el hecho definitivo de llegar a la muerte en su totalidad como el ejercicio más radical de libertad y realización del ser humano. No hay mejor modo de llegar a la muerte que con un corazón verdaderamente universal repleto de personas e historias concretas que se han vivido y se han amado.
LA MUERTE PROFETIZA LA IGUALDAD
La afirmación de una vida humana asentada sobre el tener, la función social, el saber o la profesión sin la orientación de los otros en la fraternidad y el servicio, como verdadero fundamento de la persona, queda totalmente desenmascarada por la radicalidad de la muerte. Ella se encarga continuamente de poner en crisis todo lo que se ha edificado sobre la desigualdad y la injusticia para declararlo vacío y sin sentido. El “carpe diem” y el “carnaval” del gran teatro del mundo queda lisonjeado y ridiculizado por la muerte. Nuestro ser mortal nos predica en positivo que no hay modo mejor de vivir y llegar a la muerte que creando las condiciones de justicia y paz que definen el valor de la persona por ser tal y no por sus aderezos. Continuamente nuestro ser mortal esta denunciando todas nuestras injusticias y desigualdades proféticamente y confesando nuestra igualdad radical. En este sentido, en lo que nos toca a los cristianos hemos de ser conscientes que nuestro mensaje de resurrección nunca será creíble si no llegamos a la muerte con un compromiso radical a favor de la justicia y la libertad para todos. Toda predicación de la resurrección en torno a la muerte será pura ideología si no integra la experiencia del trabajo por la justicia y la libertad de todos los hombres. Es la muerte vivida en libertad y llena de humanidad, desde el vivir para los otros, la que se abre a la vida en el acontecimiento de la resurrección.
Ciertamente estas son sólo algunas de las afirmaciones que podemos hacer desde una reflexión humana-cristiana sobre la muerte, pero por ahora pueden ser suficientes para reconocer que la muerte tiene un verdadero valor educativo para nosotros y que en sí misma es un reto y una posibilidad. Por ello podemos concluir afirmando que toda persona tiene el derecho y el deber de vivir su muerte reconociendo que esta es la posibilidad última y definitiva que se extiende sobre toda su existencia y en la que se juega el posible horizonte de la esperanza.