Santiago Castelo: poesía, piedad y muerte

“El abanico, el rosario y el breviario de Castelo”

José Miguel Santiago Castelo, acaba de morir y pasar por la agonía para llegar a la luz esperada en su alma más profunda. Su gran amigo de Prada nos cuenta, desde el dolor de estar lejos, su cariño y su amistad de poeta, escritor, periodista y de hermano con Castelo, y nos revela datos entrañables del saber morir de este poeta abriéndose a la muerte abrazándose a su infancia. El detalle es sencillo: Abanico, breviario y rosario. Los une a su enfermedad y a su espera. Al oír estos detalles no puedo menos de volver a mi infancia, cuando mi abuela Victoria, en la etapa final de su enfermedad, tenía en su mesilla, ella que no era de mucha lectura, un devocionario con la novena a san José para pedirle la buena muerte que cumplió con radicalidad franciscana, y su rosario en la mano sin cansarse de rezar avemarías, postrada en la misma cama a la que dobló sus varales con el dolor de ver morir a su hijo joven, mi tío Josele. También viene a mi  memoria el libro del psiquiatra y pintor Vallejo-Nájera, titulado Puerta a la esperanza, que fue escribiendo a lo largo de su enfermedad donde revelaba que lo que más le calmaba y pacificaba, en el dolor y en la tensión de la agonía de su enfermedad, era repetir despacio  las oraciones que de pequeño le enseñaba su madre. Castelo es un nuevo testimonio de la desnudez en la última etapa al encuentro con la muerte y la vida, él mismo confiaba al cura  Granja de Torrehermosa, hace un año, cuando ya sabía de su enfermedad, que lo había tenido todo, más de lo que hubiera soñado y merecido, pero que nada de eso le llenaba ahora, que toda su vida se centraba en la esperanza como deseo y tesoro. Desde ahí le pedía que lo tuviera presente en la Santa Misa del Domingo en el altar y  le escribía cuando comenzaba la procesión del Cristo del Humilladero para que lo pusiera a sus pies con sus rezos procesionales. La tensión de una lucha que se percibía terrenamente perdida en la agonía se hacía verso herido y esperanzado:

“A veces tengo miedo. No sabría

 decir de qué. Pero es un miedo ciego.

Miedo a la soledad, a la agonía,

miedo a perder mi parte de alegría

 y a dudar de un cariño que no niego…

Tengo miedo, Señor. Y ya es de día”.

El aire del abanico, como lo movía su madre para darse mutuamente la suavidad de viento restaurador que da vida como el Espíritu, las cuentas del rosario como rezaban en grupo la maestra modista y sus aprendices en su casa de la Calle Maguilla, siendo testigo callado su padre el carpintero, y el breviario que nunca caía de las manos del aquel párroco y aquellos curas instruidos y piadosos, con su genio propio, han sido sus calmantes y los cuidados mas paliativos para su espíritu y su alma, en la entrega de su cuerpo. Y ahora vuelve, desde esa infancia, desnudo a la tierra que desnudo lo vio nacer, vuelve sencillo, libre, piadoso, con temor de Dios y serena confianza. En estos días he recordado la conversación última con él, estando ya enfermo. Al enterarse de la muerte de mi madre y leer el escrito “in memoriam” de nuestro paisano Paco Tejada, por teléfono me manifestó que sentía cariño por mi madre, porque en sus éxitos había sentido la cercanía de mucha gente, pero recordaba agradecido que cuando llegaba las primeras veces al pueblo, cuando todavía era anónimo y pertenecía a los empedrados de la casa de calle Maguilla, era ella una de sus más fieles seguidoras y aplaudidoras en todas sus presencia en el pueblo. Ahora al saber de su muerte, enseguida pienso que la Dolores de Villagarcía -mi madre- le habrá recibido junto a la gran Encarna Castelo -su madre-, y  todos los granjeños gloriosos, en la gloria soñada de su alma de poeta entrañable de carne y tierra. Cuántas veces miró con deseo escatológico el cementerio de nuestro pueblo, ese dormitorio de las almas, donde yacían los nuestros aguardando una plenitud que nuestro amor deseaba para ellos. A él quiso traer los restos de su padre, madre, hermana, dejando hueco preparado para él mismo, para unirse a ellos en la esperanza de un Dios crucificado en el humilladero y de una Madre en la soledad del dolor tras su cruz, de pie, desde una religiosidad que en él era mezcla de lo popular y lo entrañable, en la belleza de la lírica hecha poesía para gritar los sentimientos de un pueblo: en el dolor y la tristeza, en la riqueza y en la pobreza, en la luz y en la oscuridad, en el canto y en el baile, en el lamento y en el luto, en la risa y la sonrisa, en la mueca del dolor y en los callos de campesino, en la joven y en su novio, en la niña y en el abuelo. Testigo y pregonero de la historia de la gente y de la propia, mezclando un pasado inolvidable y sentido, un presente acariciado y gozoso, y un futuro que, aun escapándose de sus manos se le antojaba familiar y cercano. Siempre hizo gala de extremeño y granjeño y ahora cuando ha entrado en el horizonte de la ultimidad, viene a descansar a este dormitorio almado, con los suyos, dejando atrás todo y enterrándose desnudo en la tierra que desnudo le vio nacer con aquellos versos suyos que portican nuestro cementerio:

Aquí lo más cierto y lo más seguro…

Iré por la vida, seré lo que sea.

Al final me queda un ancho futuro

de habares y lilas, trigal y azalea…

una rosa al aire y un vencejo al vuelo.

Mi cuerpo en mi tierra y mi risa al cielo”

 

José Moreno Losada. Sacerdote y Granjeño.