Salud y enfermedad: ¿víctimas o verdugos?

Después de 26 años como médico, hay “certezas” que he ido adquiriendo. A mí me ayudan a tratar a mis pacientes y vivir mi propia vida, por eso quiero compartilas aquí.

Por ejemplo, curarse de una enfermedad lleva mucho tiempo, pero tal vez sea porque enfermar también lo lleva. Me explicaré: cuando una persona obesa, sedentaria, con diabetes y fumadora (esos hábitos normalmente hacen su enfermedad prácticamente imposible de controlar bien, por más pastillas o insulina que le administremos) sufre un ataque cardiaco o una embolia cerebral, está recogiendo los frutos de un mal control de su enfermedad durante años. Igualmente con los pacientes hipertensos o con enfermedades pulmonares que continúan fumando.

En esa línea, cuando una persona que lleva 30 años consumiendo un paquete de tabaco al día desarrolla un cáncer de pulmón, es indudable que su hábito ha ayudado al crecimiento del cáncer, aunque probablemente hay otros factores. Es decir, en cierto modo “nos” enfermamos, recogiendo en muchas ocasiones lo que hemos sembrado en base a unos hábitos de vida que nos conducen a la enfermedad. Es por ello que debemos intentar, ayudados por el personal sanitario, curar-nos. Es cierto modo, somos nosotros quienes nos curamos, en tanto que adoptamos una postura activa ante la enfermedad, nos tomamos los tratamientos que nos ofrecen, médicos o quirúrgicos, y aceptamos que tenemos que cambiar esos hábitos malignos si queremos sobrevivir un tiempo más.

 Es obvio que no todas las enfermedades participan de este esquema, en muchas desdichadamente nuestro rol es más pasivo, simplemente las sufrimos (muchos tipos de cánceres, enfermedades del sistema nervioso, la mayor parte de las infecciones). Incluso hay algunas con fuerte componente hereditario. Sin embargo, aun en ésas podemos siempre adoptar una postura activa y beligerante.

 Todavía cobra más fuerza mi convicción en algunas patologías psiquiátricas o psicosomáticas: no podemos adoptar una actitud de “sujeto paciente”, que sufre la enfermedad. No es baladí preguntarnos ante cualquier enfermedad: ¿cuánto hay en mí de víctima y cuánto de verdugo? ¿padezco mi enfermedad y soy sujeto paciente o soy actuante e intento mejorarme y hago lo que está en mi mano, con ayuda de los profesionales adecuados, para ello?. No podemos limitarnos a echar la culpa de nuestra enfermedad a eventos adversos de nuestra vida derivados de nuestros hábitos, o echarle la culpa a nuestra madre o padre, o a nuestra historia personal, o a tal o cual superior, o a tal cosa que nos ocurrió hace mucho tiempo. 

Recuerdo a una paciente que sufrió un cáncer de mama precozmente, antes de los 40 años. Sobrevivió a todas sus coetáneas, de hecho era la paciente mastectomizada más antigua de todo el servicio de cirugía del hospital donde la operaron. ¿Era víctima o superviviente?. Pudo ver la vida de esas dos maneras, lamentando lo que le ocurrió y la pérdida de un pecho (cosa muy dura y por la que indudablemente hay que hacer un duelo, del que ya hablaremos otro día), o agradecer lo insólito de sobrevivir a un cáncer de mama en la década de los 60 en España. Eligió la primera actitud, con lo que se presentó toda su vida como una víctima que debía ser compadecida: eso marcó a su familia y condujo a hijos suyos a vivir vidas desdichadas.

 No nos hacemos ni hacemos bien a nadie presentándonos como víctimas de los eventos adversos de la vida: tenemos cierta capacidad de maniobra, y en muchos casos debemos aceptar que son las consecuencias de opciones tomadas (hábitos patológicos, decisiones equivocadas a las que nadie nos obligó, no acertar en elecciones, discernimientos erróneos). Además, me impresiona mucho que las auténticas víctimas, o carecen de voz, o no se presentan a sí mismas como tales, más bien sobrellevan la enfermedad y la adversidad de una forma y con una entereza que nos conmueve y muchas veces puede hacernos mejores.

 Tengo en mi consulta una foto que miro a menudo: en ella aparezco yo, con 26 años, auscultando una niña malnutrida de nueve meses que pesaba dos kilos y que murió poco después. Está tomada en El Progreso, Honduras, en 1986. Me ayuda a tomar distancia de mis propios padecimientos y de los de algunos de mis pacientes. La miro y recito, con Dom Pedro Casaldáliga, que “sólo hay dos Absolutos, Dios y el Hambre” (en Dios subsumo a sus hijos, los hombres nuestros hermanos). Recuerdo a monseñor Romero, que se hizo “voz de los sin voz”. La gente que sufre enfermedades sin medios para tratarlas y que se muere de dolor carece de voz, esas son las verdaderas víctimas, aun cuando entre nosotros hay también multitud de enfermos y gente vapuleada por la vida que también sufre, pero curiosamente casi nunca pide compasión.

Porque esa es la clave: la com-pasión, uno de los sentimientos más profundos, más humanos y más cristianos que hay, y también de los más manipulados. La com-pasión, es decir, padecer con, desgasta mucho, porque significa sufrir con quien sufre. Yo digo que precisamente por eso hay que administrarlo con cuenta gotas, a quien realmente lo merece, que no necesariamente es quien la pide o quien cree merecerla: nos hacemos y hacemos daño cuando ante la enfermedad o la adversidad tomamos la actitud de “pobre de mí, qué mala suerte he tenido en la vida, cuánto he tenido que sufrir”. No dudo del sufrimiento de nadie: es el nuestro, personal e intransferible, al que nadie tiene acceso salvo nosotros mismos (“sus amigos rodearon a Job y guardaron silencio, porque su sufrimiento era muy grande”. Siempre me impresiona esa imposibilidad de acceder al hondón del dolor del otro); no nos consuela que haya quien sufre más. Sin embargo, es bueno intentar cobrar distancia y preguntarnos qué podemos hacer para aliviarlo y qué rol hemos desempeñado en su génesis, y no ser simples sujetos pacientes del mismo, expuestos a los hados del infortunio. Don Santiago Ramón y Cajal, que fue mucho mejor médico que yo, decía “cuando un enfermo se queja, es que algo le duele”: siempre creo a mis pacientes cuando me hablan de sus dolores, otra cosa es que su etiología sea la que ellos creen o yo pueda aliviarlos con mis métodos, a veces sólo ellos podrían, otras veces un psiquiatra.

 Mucha gente merecería una suerte mejor, pero muchos de nosotros recogemos en cierta forma lo que hemos sembrado, como por ejemplo padecimientos derivados de hábitos de vida insanos, o consecuencias tristes, desdichadas o que consideramos injustas a raíz de decisiones que hemos tomado de forma autónoma y soberana. No podemos olvidar que defender lo que uno cree que es justo cuesta un precio, a veces sumamente elevado, bien lo supo nuestro hermano Jesús el carpintero (“el celo por tu casa me cuesta la vida”).

 Por último, es duro y doloroso preguntarse el por qué y el para qué del sufrimiento propio o de las personas amadas, sobre todo porque las más de las veces carecemos de respuesta, al fin y al cabo no deja de ser (como me señaló certeramente mi hermano psicólogo y profesor de filosofía) una pregunta metafísica, que casi nunca tiene contestación con los meros datos de realidad. El sufrimiento inmerecido es la gran pregunta del hombre desde antiguo, es la clave de elaboración del libro de Job y no deja de ser el desgarrador grito que nos brota de la más profunda entraña cuando el dolor se convierte en insoportable (la pérdida de la persona amada, el duelo por un miembro o una función que perdemos, por una capacidad que poseíamos): es el grito de Jesús en la cruz, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Uno grita y no hay respuesta, y el grito viene del plexo solar, más abajo del estómago (así llamado por los anatomistas clásicos porque era un acúmulo nervioso en el suelo del abdomen), allá donde se nos hace un nudo que aprieta en circunstancias extremas de miedo, dolor o angustia.

 Y ahí, en ese momento, se juega uno creer o no creer, mantener contra toda esperanza la fe en un Dios Padre y unos hombres hermanos (por pura convicción, apuesta y elección), abandonándose a lo desconocido e indemostrable; lo haremos con la esperanza ciega del niño que sale por el canal del parto y abandona la calidez del útero materno, siendo entonces recogido por unas manos amorosas y llevado a un pecho cálido que le nutrirá. De ese mismo modo, cuando ya de adultos damos un salto al vacío, a veces desde el dolor insoportable o desde el mismo espanto, confiamos en que existe una Presencia amorosa que nos espera y nos quiere, y en la que “entenderemos” los sufrimientos del ayer y del hoy.

 Comprender estas certezas me ha costado muchas lágrimas, romperme las narices varias veces y bastante dinero (unos cuantos años de psicoanálisis, para ser exacto), pero creo que ahora soy un médico y una persona mejor, comprendo a mis pacientes de forma más profunda y les hablo de forma más veraz.

 Es obvio que pueden hacerse a esta aproximación a la salud y la enfermedad múltiples matizaciones y existen montones de excepciones. Sin embargo, creo que la intuición puede ser válida, y tal vez pueda ayudarnos reflexionar sobre ella y preguntarnos qué actitud elegimos cada quién ante la adversidad, si la de víctima o la de verdugo (las más de las veces las dos a un tiempo).

 Dejo para otro día “certezas” sobre el duelo, las pérdidas y la muerte.

One Response to “Salud y enfermedad: ¿víctimas o verdugos?”

  1. ¡Qué buen maestro es el sufrimiento!
    Utilizaré tus palabras.
    Habrá que aprender a no ser nuestro propio VERDUGO, porque mientras esté mal orientado nuestro interés, daremos lugar a que fallen una y otra vez nuestros propósitos. Para eso, nos preguntaremos: qué queremos ciertamente y cómo hubiéramos querido vivir finalmente.
    Y aprenderemos también de cuándo ha tocado (y toca y tocará) ser VÍCTIMA. Aquí empieza la gran lección, subdividida en ocho capítulos, las ocho bienaventuranzas y por las que, un día u otro, descenderemos, como quien baja, difíciles, oscuros y húmedos escalones que conducen a la realidad más dura de uno mismo y de los otros. Esta realidad revela “el sufrimiento que el hombre inflige al hombre” y de esa nueva comprensión-conversión surgirá el ¿bienaventurado? que intentará vivir desde entonces con reglas muy distintas.

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