Honduras 1986

carpeta30003Nunca he escrito aquí sobre uno de los momentos más importantes e intensos de mi vida, los meses que pasé en Centroamérica durante el verano de 1986. En ellos trabajé como médico en Honduras, visité brevemente El Salvador y recorrí un camino “entre la resurrección y la muerte”, como se titula un libro sobre aquellas tierras.

Muchos de ustedes recordarán Centroamérica en la década de los 80: en Nicaragua había triunfado la revolución sandinista unos años antes y había guerra con la “contra”, en El Salvador se libraba una “guerra de baja intensidad” (término que acuñó la administración Carter) y existía una atroz represión en Guatemala. Honduras era la única que conservaba una paz relativa, también con represión pero sin guerra abierta, llena de asesores militares norteamericanos, con los campamentos de la “contra” en el sur y los campos de refugiados salvadoreños hacia el oeste (Colomoncagua y Mesa Grande). Tras concluir el curso volé vía Miami a San Pedro Sula, donde me recogió una gran persona, ya fallecida, Faustino Boado, a la sazón superior de la zona en aquellos días. Yo era un joven médico con buenas bases teóricas pero casi nada prácticas, que se espabiló de golpe atendiendo campesinos en una zona rural, Morazán, en el departamento de Yoro. Allí había una pequeña comunidad de jesuitas, uno de ellos médico, y una pequeña posta sanitaria mantenida por una ONG británica.

Sería imposible relatar brevemente todo lo vivido y acontecido en aquellos meses. Baste decir que me alimentó humana y espiritualmente durante varios años. Aunque siempre quise volver, tardé veinte años, no fue hasta el 2006 en que regresé a visitar aquellos lugares y aquellas personas que tanto me impactaron: Centroamérica había cambiado, Honduras también y yo no había sido excepción, así que volví a España sabiendo que difícilmente volvería a trabajar como médico en Honduras, que ya no necesitaba personal sanitario sino una adecuada distribución del que ya tenía.

Como siempre, lo más impactante de un país son las personas. Juan Donahue era entonces un joven párroco jesuita a quien mucho aprecio. Fue él quien me dijo que Honduras había sido “mi amor de juventud”. Posiblemente es cierto y por ello, de alguna manera, su recuerdo no se marchita ni envejece. Hubo mucha otra gente con la que conviví: campesinos, delegados de la palabra, personal sanitario local y expatriado, todos me dejaron una impronta. Vivíamos un momento de la historia en que la justicia y la esperanza parecían posibles en aquella región que se denominó “tierra de liberación, lugar de encuentro con Dios”. Muchas de aquellas personas han muerto ya tras una vida de entrega y servicio a los más pobres. Temo que aquella suerte de ilusión compartida no existe hoy, al menos yo no la percibí en mi visita más reciente.

Mis vivencias de entonces han iluminado mi vida personal, espiritual y profesional durante todos estos años. Ahí nació la devoción por monseñor Romero, visitando Catedral, la capillita donde fue asesinado, escuchando a gente que había convivido con él. En la UCA compré libros que me han acompañado hasta hoy, subrayados una y otra vez y desgastados por tanta lectura. Vi enfermedades y cuadros clínicos que sólo conocía de oídas, inexistentes ya en las sociedades occidentales. Ausculté soplos cardiacos que se describen en libros antiguos, atendí complicaciones de partos, personas mordidas por serpientes venenosas, terribles heridas de machete, niños recién nacidos en estado crítico por infecciones respiratorias y diarreas.

Y también vi morir niños de hambre, una experiencia difícilmente asimilable aun hoy, muchos años después. No había en Honduras la hambruna africana sino que era un goteo de malnutrición y muerte lenta que me golpeó enormemente. Me entregué de lleno a la atención de todas aquellas gentes que percibía tan necesitadas, perdí mucho peso yendo en bicicleta o a pie de aldea en aldea, pero a los 26 años se tiene una gran generosidad y uno quisiera “salvar” un continente. Hoy trabajaría con más moderación y sentido común.

Allí comprendí, como formula María López Vigil, que la pregunta teológica fundamental no es “¿Habrá vida después de la muerte? ni ¿Dios existe?”, sino “¿Habrá vida para nosotros antes de la muerte? ¿Está Dios de nuestro lado?”. Yo la he reformulado años después desde el primer mundo (porque desde dónde se escribe y se teoriza modela los contenidos) como “¿habré vivido de veras antes de la muerte, habré intentado dar vida a otros en la medida de mis posibilidades?”.

El pueblo de Honduras me dio mucho más de lo que yo pude darle con mis escasos conocimientos prácticos y pequeña reserva de medicamentos: percibí que mi vocación era más la medicina que el sacerdocio y que sería más feliz y más útil ejerciendo de médico. Y así lo hago hasta hoy, pero son frecuentes los días en que recuerdo aquellos caminos, poblados y aldeas, con las pequeñas chozas construidas con adobe y sus suelos de tierra, donde las gallinas temblaban cuando llegaba el “hermano Ángel” (así me llamaban, lo más bonito que me han dicho nunca, mucho más que Dr. García) porque a alguna le iban a cortar el pescuezo para la comida (como guasonamente decía Frank, un jesuita norteamericano, buenísima persona, a quien acompañé a menudo en sus ministerios). Recuerdo las tortillas de maíz, los frijolitos y el arroz compartidos, aquellas gentes dándome todo lo que tenían en la más intensa y veraz plasmación del Reino de Dios en acción que yo haya visto nunca y posiblemente vea en mi periodo vital.

La visita a El Salvador, aun siendo mucho más breve, también me impactó enormemente: conocer de primera mano el color y olor de la guerra, percibir el miedo de tantas buenas gentes, peregrinar por lugares santificados por la sangre de los mártires (monseñor Romero, Rutilio Grande), podría narrar mil anécdotas de aquellos días. Tan sólo les diré que hay fotos de entonces que apenas me atrevo a mirar sin que se me escape un sollozo. Vi el Reino de Dios pero también el reino del demonio.

Es una parte de mi historia cuyo recuerdo acuno y quería compartirla con ustedes.

Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

3 Responses to “Honduras 1986”

  1. “Vi el Reino de Dios pero también el reino del demonio.”
    Me alegra que sepas nombrarlo, al demonio. Es un tabú que le está facilitando enormemente el trabajo.
    Normalmente está entreverado con nuestras mejores intenciones, tiene coartada social y traba de forma imperceptible al Espíritu.
    Es una batalla librada a nuestra costa, es el odio y la envidia, es el desprecio y cualquier sentimiento de superioridad, es lo que une contra otro, es la crítica y la rebaja, es el capricho y el deseo de lo que no buscarías, es la vanidad y la soledad, es…dejar de estar en paz y olvidar la presencia de Dios.
    Si, como nos dices, has visto el Reino de Dios en acción, ¡ya has visto mucho! ¡Que Dios te mantenga firme la fe!

  2. ¿Puedes decirme los libros que compraste en la UCA y tanto te acompañaron?. Yo busco libros sobre los jesuitas en El Salvador, su labor, sus vivencias… para que me acompañen.
    Gracias y un abrazo

  3. Gracias por compartir. ¡Me siento en sintonía!. para mi fue Honduras 1999. Un abrazo y ánimo con tu presente

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