Medicalizar la insatisfacción

Así se titula la columna de opinión que firma la redactora jefe del Diario Médico en su primer día de publicación tras las vacaciones. Me ha parecido muy acertada y he reflexionado sobre ella. Entiendo que forma parte de la creciente medicalización de la sociedad del primer mundo.

Acabadas las vacaciones volvemos a la vida cotidiana y surgen cansancio y debilidad, dolores crónicos o nuevos, astenia, dificultad de concentración, insomnio o su contrario, una somnolencia invencible, mareos, molestias por lo general indefinidas e imprecisables. Esa constelación de síntomas (es decir, “cosas” que nos ocurren o experimentamos pero que no tienen un correlato orgánico, que nadie puede objetivar) componen lo que las mentes pensantes e iluminadas de turno han calificado como “síndrome posvacacional” (en esa ansia de poner nombre a todas las cosas), y los consejos para superarlo son múltiples y variados. 

Tal vez todo es más sencillo: tras un paréntesis por lo general agradable volvemos a realidades que no nos satisfacen: trabajos poco gratificantes y/o poco creativos o con malas condiciones laborales y/o mal remunerados. Y eso en el mejor de los casos: en el peor, veinte de cada cien españoles no sentirán desazón por el trabajo sino por no tenerlo, ya que están en paro. Con ello vuelven a la soledad del domicilio o a la amargura de reanudar la búsqueda de empleo, enviando currícula, revisando los anuncios de los diarios, colocando carteles.

 A todo ello pueden añadirse sentimientos de soledad e inseguridad más o menos profundos o más o menos antiguos; quienes tienen hijos, preocupaciones por la vuelta a la escuela y los gastos que ello conlleva. En otros casos, enfrentar ausencias, pensar en qué hacer y cómo llenar el tiempo en el curso que empieza, qué rutinas establecer que nos ayuden a vivir, qué proyectos concebir para este año. Quién sabe los toros que cada uno tiene que torear en su vida cotidiana.

 Y la gente desfila por la consulta del médico para contarle mil síntomas a cual más inespecífico (al fin y al cabo es gratuita, la paga la seguridad social). Las consultas de asistencia primaria y especializada se pueblan de mujeres y hombres que dicen “me duele aquí o me duele allá, me canso mucho, no tengo ganas de hacer nada, no tendré anemia, hágame unos análisis, tal vez tenga algo malo, recéteme alguna cosa”. En tiempos de bonanza acudíamos a la consulta del psicólogo, en tiempos de crisis como éstos simplemente se lee un libro de autoayuda o no se hace nada, se espera sabiamente a que estos sentimientos y sensaciones negativas pasen. Antes se acudía al párroco o al confesor.

Desde el punto de vista médico no suele haber nada grave en todos estos síntomas. Además pueden ayudarnos a reflexionar sobre por qué nuestra vida cotidiana es a veces insatisfactoria y podemos poner manos a la obra para revertir esta situación en la medida de nuestras posibilidades. Tal vez nuestra vida no es la que soñábamos, esperábamos, imaginábamos o nos habían hecho concebir, habíamos pensado mayores realizaciones o satisfacciones, creemos que merecemos algo mejor. En ese caso pensemos qué podemos hacer y volvamos a los amores primeros: sólo en el encuentro con Dios, la madre Tierra y con nuestros semejantes y en una relación fructífera y solidaria con esas dos caras de la misma moneda podremos alcanzar una satisfacción profunda y duradera. Abiertos a esa teórica dualidad (en realidad unidad) podremos llenarnos y llenar a otros.

 Reflexiono y rezo mucho con la frase de San Ireneo, citada a menudo por monseñor Romero y reformulada por él mismo: “la gloria de Dios es el hombre que vive” (podemos añadir: y que con su vida da vida a otros; monseñor la reformuló como “la gloria de Dios es el pobre que vive); la continuación de esa frase, citada por Jon Sobrino en su libro sobre monseñor es “y la gloria del hombre es la visión de Dios”. Me pregunto qué hacer para vivir de veras y así dar gloria a Dios y a otros hombres. Y me contesto que hacer bien lo que debo hacer y sé hacer: cuidar a mis pacientes lo mejor posible, velar por mis semejantes y cuidarme yo mismo. No parece muy difícil pero a veces sí lo es.

Pronto la naturaleza se preparará para su descanso invernal: los días se acortan, hay menos sol y comenzará a llover. Todo ello invita a estar en casa, ordenar recuerdos, leer, rezar, quedar con personas queridas, retomar relaciones, conversar sobre lo que nos ha dejado el verano y sobre los dolores antiguos y nuevos. Profundizar en suma en el contacto con nosotros mismos, con los otros y con Dios. Estoy convencido de que en la asunción profunda y honesta de nuestra realidad –grata o áspera-, en la acción y la esperanza de intentar mejorarla si ello es preciso y en la entrega a Dios en nuestros próximos radica el mejor y más efectivo tratamiento de este síndrome del que hablan en los diarios y las noticias de la tele. 

Rueguen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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