Aprender de África: el SIDA en Uganda

En 1986, tras una situación práctica de guerra civil ininterrumpida desde casi el mismo día de la independencia (octubre de 1962), Yoweri Museweni llegó al poder. Heredaba un país hecho trizas, marcado por una de las dictaduras más atroces y sangrientas del continente africano, la de aquel hombre cruel que fue Idi Amin. Los hospitales estaban vacíos y la mayor parte de médicos, huidos o muertos. La otrora prestigiosa Universidad de Makerere, en Kampala, que había sido llamada “el Harvard de Africa”, había visto su claustro diezmado de las maneras más terribles. Los más de veinte años de golpes, contragolpes y desórdenes civiles habían dejado centenares de miles de muertos y una completa ausencia de lo más básico, desde medicamentos esenciales a papel higiénico (que había que ir a comprar a Kenia).

 Pero lo peor tal vez estaba por llegar: desde principios de la década, mientras el país se desangraba en una guerra civil, en Kagera (distrito al norte de Tanzania, fronterizo con Uganda) y Rakai, al suroeste del país, hombres y mujeres jóvenes morían víctimas de una enfermedad que les consumía y les dejaba en una situación de inanición, tan delgados y débiles que no podían levantarse del suelo. Como adelgazaban tanto, denominaron a aquella enfermedad “slim disease”. También se infectaban con todo tipo de gérmenes, sobre todo de tuberculosis, y en un país sin recurso sanitario alguno, quedaban en sus casas hasta que morían. Esa enfermedad era el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), que los occidentales conocíamos desde 1981, y en 1986 ya se sabía era producida por un virus. También se sabía que en occidente afectaba a los llamados “grupos de riesgo”: homosexuales, prostitutas y adictos a drogas por vía parenteral. Pero no así en Uganda: cualquier persona, aun sin pertenecer a ninguno de estos grupos, aun habiendo tenido solamente una pareja en toda su vida, podía enfermar y morir.

 Lo que no había conseguido la guerra lo consiguió el SIDA: morían funcionarios, los pocos sanitarios que quedaban, maestros, campesinos, obreros, ancianos … en esos momentos no se conocía medicamento alguno y los antibióticos necesarios para combatir las infecciones de los enfermos eran caros o bien simplemente en Uganda no existían o no podían administrarse. Pronto se confirmó lo que en Kagera se había intuido tiempo atrás: en África la mayor vía de transmisión era heterosexual y cualquier persona podía infectarse, en un país donde la poligamia de los varones es legal y no es infrecuente que un hombre tenga varias relaciones al mismo tiempo y de forma mantenida en el tiempo, la llamada “concurrencia a largo plazo” (aun cuando posiblemente el número de compañeras sexuales total sea menor que en el occidente). Este hecho provocó la existencia de súper-autopistas para la transmisión del SIDA y explicaba por qué enfermaban mujeres que sólo habían estado con un hombre.

 Museweni se dio cuenta de que la propia existencia de su país peligraba: poblados enteros se extinguían y había huérfanos por doquier, aun cuando la estructura tribal y solidaria facilitase que muchos fuesen adoptados por otros familiares. De modo que, junto con prácticamente toda persona que significaba algo en el país y no pocas organizaciones sociales, entre ellas algunas cristianas y eclesiales, comenzó una campaña para que los hombres no tuviesen sexo fuera del matrimonio. Esto fue mucho antes de que llegasen a Uganda los condones y anuncios coloristas de las ONGs del norte, mucho antes de que llegase ninguna ayuda. Fue una iniciativa puramente africana y tal vez por ello acallada y no tenida en cuenta, aun cuando en unos pocos años la tasa de seropositivos en el país se redujese espectacularmente, en agudo contraste con todos los países de su entorno. La campaña se llamó “Zero grazing” y está demostrado que salvó centenares de miles de vidas al limitar la transmisión del virus. Sus adalides fueron los líderes tribales, sobre todo las mujeres, conscientes de que ellas mismas morían y sus hijos nacían infectados y morían asimismo poco después. Simplemente decidieron hablar con claridad sobre la enfermedad y sus causas, no estigmatizar a los enfermos sino mostrar con ellos cuidado y compasión, todo ello virtudes difícilmente mensurables. Tal vez esta manera de afrontar el problema desafió a los expertos en salud pública de las universidades del llamado “mundo civilizado” y sus costosos programas, que decidieron que en África había que concentrarse, igual que en el norte, en “grupos de riesgo”: prostitutas, soldados, camioneros … obviando que la mayor parte de infecciones no provenían de estas actividades, sino de la vida sexual habitual en ese continente.

 Un fenómeno de este tipo no era nuevo en Uganda, ni en Kagera: a mediados del siglo XX, cuando todavía la penicilina no había llegado a África, ya pasó con otra enfermedad de transmisión sexual, la sífilis. Hizo falta que las antiguas prostitutas se plantasen y obligasen a los hombres a tomar precauciones para que la enfermedad también se limitase en la zona. Pero ahora la amenaza era mucho mayor, puesto que era un virus mortal en el largo plazo y no había medicamento alguno para combatirlo.

 Ahora, más de veinte años después, el SIDA sigue siendo un grave problema para Uganda, cuya tasa de infectados está cercana al 7%, pero es mucho más devastador en otros países de África del Este y del Sur, incluso mucho más ricos, como Bostwana, con tasas superiores al 30%. Además, a partir del año 2.000, millones de dólares comenzaron a fluir hacia África, desde un norte escandalizado por las imágenes de niños hambrientos y hombres y mujeres languideciendo en el suelo de los hospitales. Se generó lo que podemos llamar “la industria de la ayuda”, y llegaron a Uganda los especialistas occidentales, en sus 4×4 de cristales tintados, con costosos equipos y alojándose en las habitaciones de los mejores hoteles. Así lo que había sido “slim disease” para muchos, se convirtió en “fat disease” para algunos. Pero antes de que llegaran ellos ya estaban las religiosas del hospital de Kitovu, por ejemplo la hermana Úrsula, que un día decidió ir a ver qué ocurría con los enfermos de SIDA cuando eran dados de alta del hospital, y lo que vio le conmovió de tal modo que dedicó su vida a fundar el “Kitovu Mobile”, un equipo volante de atención y seguimiento de los enfermos en la comunidad. Ciertamente sin el glamour y el marketing de las ONGs que llegaron después –y que se marcharán mucho antes-, y sin sus medios, pero posiblemente de forma mucho más efectiva.

 Como ven, que la gente corriente de un país afronte una situación catastrófica no es nada nuevo. Ni que lo haga con las armas propias de la sociedad civil: la formación y la información, el diálogo abierto, la comprensión, el cuidado y la compasión. Ocurrió en Uganda y no necesitó millones de dólares para ello. Y deberá ocurrir en España si queremos salir del actual atolladero. Ignoro de qué otro modo lograremos enderezar una situación a la que hemos llegado por la avaricia, la ambición de dinero y el deseo de poder. Es cierto que el presidente Museweni no fue un estorbo, pero tampoco se debió a él ni a sus ministros y políticos lo que se conoció como “el enigma ugandés” (¿o tal vez fue “el milagro ugandés”?): se debió a la gente corriente de ciudades y pueblos.

 La puerta queda abierta a proponer ideas que puedan ayudarnos a seguir adelante, como hicieron los ugandeses delante de una plaga que se asemejaba a una maldición bíblica y que costó no empleos y recortes, sino millones de muertos. Recen por los enfermos, por quienes los cuidamos y por este país.

(Y si les interesa el tema, lean este libro apasionante: Epstein H. The invisible cure: Africa, the West and the fight against AIDS. Penguin Books, London 2008).

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