La tela de la araña

“El SIDA ha venido a rondar un mundo que pensaba que se hallaba incompleto. Algunos querían hijos, algunos querían dinero, algunos querían propiedades, algunos querían poder, pero lo que hemos encontrado al final ha sido el SIDA”. (Bernadette Nabatanzi, traditional healer, Kampala, Uganda, 1994).

 No puedo evitar recordar esta cita de una “medicine woman” ugandesa cuando pienso en nuestra propia sociedad y el momento en el que vivimos. Creo que existen paralelismos y analizarlos –como intenté hacer en la entrada previa- puede resultar de ayuda. Estas reflexiones nacen en un contexto: compartí mi cena durante la guardia de ayer con un médico en formación del hospital de La Princesa de Madrid, que según parece va a reconvertirse casi de forma inmediata en un geriátrico, a efectos prácticos desaparece como tal hospital general. Este joven colega asiste atónito al hecho de que su hospital se cierra y él tendrá que concluir su residencia en otro lugar. Es decir, la misma incertidumbre sobre su futuro que atenaza a cientos y miles de trabajadores cuyo trabajo desaparece o se transforma, sin capacidad de opinar ni influir en las decisiones de los políticos.

Escucharle me desazonó y robó parte del sueño, de modo que me he encontrado de madrugada pensando sobre los hechos que estamos viviendo. La imagen que me viene a la cabeza es que en los últimos veinte años en España se ha urdido la tela de una araña. Muy posiblemente la hemos urdido entre casi todos, aunque lo cierto es que los principales artífices han sido los políticos y gestores a todos los niveles –locales, regionales, estatales, partidos, sindicatos-, con la aquiescencia de la mayoría. No veo muy claro emitir juicios sin implicarse: casi todo el mundo que conozco ha sacado tajada de la situación: unos se han enriquecido directamente, otros indirectamente, algunos se han hecho con puestos mejores y menos trabajosos. Pero lo obvio es que hemos llegado a un Estado autonómico insostenible y a unas estructuras sociales insostenibles. En el campo que conozco, el sanitario, esto lo sabíamos hace tiempo y algunos lo denunciamos públicamente (pueden leer las primeras entradas de este sencillo blog).

Pero la tela de la araña no sólo consiste en las estructuras políticas (el Estado autonómico, sus usos, abusos y derroches): la así llamada burbuja inmobiliaria forma parte de ella, y ahí está la banca, todos los negocios arruinados que dependían del ladrillo, todos los que se han beneficiado de su existencia (inmobiliarias, empresas de seguros, constructoras grandes y pequeñas), veremos que casi nadie escapa a una cierta responsabilidad, porque no sólo la mala gestión de la cosa pública la tiene.

 Si aceptamos que se ha tejido una tela de araña tendremos que aceptar que es obvio que las arañas que han tejido la red y viven de y en ella no van a desmontarla para caer al suelo y que las pise la gente. Es decir, los mismos políticos, gestores y técnicos que han edificado este montaje no lo desmontarán porque su supervivencia depende de él. Por eso no tiene utilidad ni efectividad alguna “reclamar”, por ejemplo, el desmantelamiento del Senado (que hoy mismo ha pagado una cantidad astronómica para renovar su página web y además no retira los traductores de “lenguas extranjeras” de su seno) y el recorte de tantos y tantos gastos innecesarios. Nadie con capacidad decisoria lo escuchará. Y lo mismo pasa con las protestas contra lo que la gente llama “recortes sociales”: todos los gastos que han llevado a esta sociedad al lugar donde ahora está, desconcertada, deprimida y deprimente. Porque además no sólo no eran sostenibles, es que además posiblemente muchos de ellos no eran “sanos”. Me explicaré en los que yo conozco, del sector sanitario, que tantas ampollas levantan.

Tenemos un sistema prácticamente gratuito desde la cuna hasta el momento de la muerte, del que se ha usado y abusado. Si esto no se reconoce es por motivos ideológicos (los de alguna gente inteligente) o torticeros (los de muchos otros a quienes les iba bien que fuese así). La gratuidad absoluta ha llevado a confundir sanidad (a la asistencia sanitaria se tiene derecho porque la Constitución de 1978 lo reconoce así) con salud (que nadie sabe exactamente lo que es y en todo caso gozar de ella es una suerte y una responsabilidad individual, en absoluto un derecho). Y a confundir acceso a los servicios sanitarios con derroche de los mismos (frecuentación de urgencias, consumo de medicamentos y exploraciones complementarias sofisticadas y caras, bajas laborales injustificadas, cargos altos e intermedios en los hospitales y consejerías inútiles y caros, equipos quirúrgicos súperespecializados en todos los hospitales, macrocentros sanitarios prácticamente en cada esquina abiertos permanentemente, confundir el transporte sanitario en ambulancia con un taxi gratuito, y sigan poniendo ejemplos). Que muchos de estos recursos desparezcan es necesario si queremos conservar lo vital: las unidades de críticos y de oncología, la asistencia a las patologías urgentes y graves. Pero que en muchos casos tampoco pueden ni deben existir en la cuantía previa, porque ningún país civilizado tiene ocho equipos de cirugía cardiaca en la misma ciudad al mismo tiempo –como ocurre en Madrid. Es decir, que hubiese “de todo en todas partes”, como se ha hecho, era perverso y las consecuencias las pagamos ahora. Pagamos el actual esqueleto del futuro hospital de Toledo, los hospitales de Almansa, Tomelloso y Villarobledo y los equipos de imagen de alta resolución instalados y no usados en localidades de menos de quince mil habitantes. Ahí los políticos y técnicos sanitarios han enterrado el presente y el futuro de este país, al menos en la comunidad autónoma que yo conozco. Y que cada uno analice y describa lo que él puede ver en su mundo (educación, nuevas tecnologías, empresas, funcionariado, administraciones locales, regionales, nacionales, estatales, gubernamentales y no gubernamentales). Eso es lo que llamo “la tela de la araña”.

Otro ejemplo –más triste- pertenece a las plantillas, a los recursos humanos de los hospitales. Un gran número de enfermeras, auxiliares, celadores, administrativas, eran sustitutas, interinas, ocupando las plazas de supervisoras, personas liberadas, o simplemente sustituyendo personas de baja (en un buen número de casos injustificadas, cómo si no se entiende que ahora el absentismo laboral sea mínimo). Cuando esta “bolsa de ineficiencia” se ha hecho desaparecer por decreto ley, gente valiosa se ha ido al paro. Esto es muy duro pero eran plazas falsas, y posiblemente ha ocurrido lo mismo en otros sectores que desconozco.

A mí no me resulta difícil entender cómo hemos llegado hasta aquí. El problema es cómo salir.

Porque es obvio que aquellos que fabricaron este montaje –muchos con pleno conocimiento, otros tal vez de forma menos consciente- no van a desmontarlo. Por eso hay que buscar las respuestas en otro lugar. Y aceptar que no volveremos a vivir como antes, con tantas cosas y tanto dinero, ni nosotros ni unas cuantas generaciones. Y tal vez darse también cuenta que quizás sea mejor, porque pusimos nuestra esperanza en las cosas y no en las personas y mucho menos en la construcción del Reino de Dios o de una sociedad mejor. Es tiempo de recuperar “valores perdidos” (no necesariamente religiosos, pero sí todos humanos) y no mirar hacia atrás con nostalgia.

Por eso invito a recuperar principios perdidos y poner nuestra esperanza de nuevo –los creyentes, los no creyentes en cualquier convicción que les dé vida- en el Evangelio de Jesús. Y preguntarnos qué hizo Jesús en su tiempo y qué enseñanzas podemos sacar para el hoy. Cuando reflexiono sobre ello no veo que para mejorar la situación de los pobres de Yaveh de su tiempo se dirigiese a los políticos de entonces. Más bien invitó a quienes le escucharon a invertir su escala de valores y relacionarse unos con otros de diferente manera, intentar estructurar una sociedad en la que Dios reinase y no lo hiciese el César, ni el dinero ni la imagen de Dios veterotestamentaria, sino de Dios como padre y los hombres como hermanos.

Es decir, no habrá respuestas ni salidas verticales (ni los políticos actuales ni los que puedan venir en la siguiente legislatura, ni Angela Merkel, ni el nuevo César que saldrá de las elecciones norteamericanas de hoy, ni los sindicalistas vagos y vocingleros), sino que habrá que buscarlas horizontales, más a ras de tierra. Cuáles puedan ser éstas le corresponderá a cada persona darlas, como en tiempos de Jesús había que tomar postura diaria ante los hechos de la vida, pero comenzando por los prójimos. Serán necesarios gestos diarios de solidaridad con quien encontremos en el camino, aceptar que nuestra vida va a tener menos recompensas materiales (menos compras, menos cosas, menos vacaciones, menos posesiones, reutilizar las cosas, huir del “usar y tirar” que se enseñoreó de nuestra sociedad) tanto para nosotros como para nuestros seres cercanos y queridos (comprendo que resulta doloroso para quien tiene hijos a quienes quisiera librar de cualquier privación y dificultad, pero esto no es posible) y será diferente a como ha sido en esta última década. Habrá que buscar la satisfacción en otras cosas (el encuentro humano, la conversación, las vivencias religiosas, el paseo por el campo, deportes baratos, una película, la lectura, adquirir conocimientos nuevos) y habrá que afianzarse en el compartir: sin compartir quienes tenemos con quienes tienen menos no saldremos jamás de ésta, e incluso quienes tienen muy poco con quienes tienen nada (por eso no podemos echarle la responsabilidad solamente a los ricos). Cada grupo humano tendrá que ver en su contexto cómo ayuda a los que encuentre en necesidad a su alrededor. No vale pues decir –aunque ayudaría- que la desaparición del senado resolverá el problema, porque no lo hará y además no la harán. Habrá que ver qué puede hacer cada uno, aunque sea o parezca muy poco o muy pequeño.

En la cena que cité al principio estaba también el capellán de nuestro hospital, un misionero mayor que yo. Él conoció muy de cerca tiempos de emigración, esto no es nada nuevo en España: antes a la Argentina, después de la guerra a una Europa fría que se reconstruía, y a la que nuestros compatriotas marchaban por Behobia a trabajar en la construcción y los servicios en Austria, Suiza, la vendimia en Francia. La mayoría gente pobre, poco cualificada, sin hablar la lengua. Consolémonos pensando que quienes emigran ahora poseen una formación cultural sólida e idiomas, siempre será mejor y serán mejor tratados que nuestros abuelos, despreciados en los tajos de Centroeuropa.

Es muy posible que se me acuse de poco concreto.  Soy médico, no sociólogo ni economista. Sólo pretendo aportar mis reflexiones y por dónde intuyo que puedan ir soluciones reales. Y decirles que no contemplo el futuro con angustia, sino con la esperanza de que alumbre algo mejor, una sociedad más consciente de quién es y que tal vez deberá recuperar su esencia: este es un país agrícola y ganadero, no el parque temático en que se ha convertido. El “pecado” de Adán y Eva fue querer ser quienes no eran. Y eso se paga muy caro.

Por ahora, mientras como personas y como país nos contestamos a la pregunta sobre quiénes somos y quiénes podemos y queremos ser habrá que seguir ayudándonos unos a otros. Y mientras tanto, ojalá se cree una pacífica y crítica contestación general civil que, sin quitar la transformación personal, que es la clave (por eso las cosas nunca cambian en el fondo), obligara en algo al menos a los responsables políticos a rectificar en muchas cosas y a tomar decisiones que no tomarán ciertamente de suyo propio; ciertamente ayudaría tener buenos líderes sociales, pero yo no los vislumbro en el horizonte cercano. Por eso no queda otra que la tarea lenta pero valiosa que cada quien pueda hacer. Al fin y al cabo, no hay otro modo de construir el Reino de Dios, de forma paciente y pacífica, tan lejos de acciones mediáticas o aparatosas.

Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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