Confesiones de un médico

Se cumplen en estos días dos aniversarios: el de un cuñado mío que murió en 1993 (hace ya veinte años, yo era residente de cuarto año en Barcelona) y el de Miguel Ángel Blanco. Ambos son relevantes para mí y me inducen a una reflexión compartida.

Mi cuñado murió joven, con 47 años, de un cáncer de pulmón. Fue muy rápido, prácticamente tres meses desde el diagnóstico, ese tipo de casos que no te dan ninguna posibilidad terapéutica, que se diagnostican tan extendidos que sólo cabe intentar una paliación. Resultó muy duro para toda la familia, especialmente para mi hermana y sus hijos, hoy ya adultos y muy cabales todos ellos. La muerte de mi cuñado ha condicionado mucho mi forma de ejercer la medicina: he recordado muchas veces aquellas semanas y he intentado en mi práctica profesional evitar en mis pacientes los sufrimientos que vi en él y en la familia. No siempre lo he conseguido, pero al menos lo he intentado. También significó mi encuentro con la obra de Elisabeth Kübler-Ross, que tanto y tan bien escribió sobre la muerte y el morir. Sus libros me han acompañado en mi práctica médica y en mi propia vida.

Respecto al aniversario de Miguel Ángel Blanco, recuerdo también con nitidez aquellos días horrorosos, cuando personas crueles secuestraron y mataron al muchacho con la frialdad de unos depredadores (no sólo ellos: también quienes callaban). Por ello traigo a colación el tema del perdón, tras leer unas declaraciones recientes de su hermana. Con toda sinceridad, creo que el perdón es una gracia que hay solicitar. No creo que la psicología humana pueda perdonar si no hay arrepentimiento de los deudores, de quienes cometieron la ofensa (en este caso el asesinato): es pedirle demasiado. Por recientes acontecimientos en mi vida he pensado mucho en el perdón en los últimos meses y he sido consciente de la “dureza” evangélica en este tema, que no parece dejar resquicio a la duda: “hasta setenta veces siete”; “perdona nuestras ofensas …”; “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen”. En esto, como en otras muchas cosas, el evangelio es sumamente radical. Tal vez por ello monseñor Romero, en la homilía pronunciada en el funeral de su amigo el sacerdote Rutilio Grande, pide el arrepentimiento para el corazón de los asesinos.

 ¿Pero qué hacer con quien no se arrepiente, antes bien se enorgullece del mal infligido? Tal vez pensar, como rezamos en el padre nuestro, que todos somos pecadores y que sólo perdonando nos perdonarán a nosotros. Tal vez decirle eso a nuestra psicología y dejar que el tiempo –aunque no sepamos cuándo- y quizás la acción de Dios nos conceda la gracia de perdonar y así alcanzar la paz en nuestros corazones (porque el odio y el rencor fatigan mucho e impiden vivir en paz).

 Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.

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