Juan Donahue (hermano Juanito) SJ, in memoriam

 Conocí a Juanito (todo el mundo le llamaba así, el “hermano Juanito”, a pesar de que era sacerdote, pero él así lo quería: privilegiaba el ser hermano a todo lo demás) en el verano de 1986, en Honduras. Yo visitaba el país como joven médico y estudiante jesuita, y junto con el desaparecido y añorado Faustino Boado (otro hombre del Dios cristiano) fuimos a recogerle al aeropuerto de San Pedro Sula, Juanito volvía de unos días con su familia en los Estados Unidos. No sólo fuimos nosotros: había un grupo de unas 50 personas, feligreses suyos en la aldea de Urraco, esperándole a pie de pista. En aquellos tiempos centroamericanos políticamente turbulentos aquello era casi una manifestación.

Me llamó poderosamente la atención tanta gente humilde esperándole y abrazándole, habían viajado desde muy temprano para recibirle. Él era párroco de Urraco y alguna otra aldea en medio de las plantaciones bananeras de la United Fruit Company, cerca de El Progreso. Bajó del avión y se dirigió a abrazar primero a sus feligreses, un hombre de treintaypocos, delgado, con una gorra y la barba que siempre le acompañó, afectuoso y afable, como siempre fue, con una sonrisa y ojos llenos de bondad. Una camiseta de manga corta blanca, un pantalón amplio y unas zapatillas de deporte, el atuendo que siempre le conocí. Ese es mi recuerdo de Juanito, invariable cuando lo encontré veinte años después, en 2006, solamente algo más encorvado.

Tuve ocasión de tratarle más, fui a su aldea en mi bicicleta prestada (el medio que él utilizaba para trasladarse hasta su muerte, entonces incluso en largas distancias de 30 o más kilómetros) y organizó unas horas de visita médica. Vivía sencillamente, en una casa de tablones, muy similar a las del resto de habitantes de la aldea. Conocí a sus amigos, visitamos familias y enfermos en algunas casas, compartimos charlas y eucaristías, y me llevó a visitar las plantas empacadoras de la plantación, donde trabajaban en condiciones duras muchas de sus feligresas. Era un hombre que vivía por y para la gente, que le quería con locura. No creo haber conocido sacerdote más cercano a su pueblo entre todos los que traté en aquellos meses y en toda mi vida. Y tuvo el detalle de pedalear desde su aldea hasta El Progreso muy temprano para despedirme el día que yo volvía a España.

Lo reencontré muchos años después, ya por e-mail, y concerté un mes de agosto una visita a Honduras para explorar un posible voluntariado médico, que finalmente no se concretó. En ese momento vivía en el colegio de El Progreso y atendía la parroquia de San Ignacio de Loyola y algunas comunidades rurales. Compartimos con él cuatro semanas, visitamos enfermos en su parroquia y en alguna de esas comunidades … no había cambiado un ápice, seguía siendo la misma persona cercana y afable, tierna incluso, sencilla, entregada a su tarea pastoral. Un día me comentó que le habían detectado una hepatitis B, que posiblemente había contraído al recibir una inyección intramuscular en una aldea. No estaba preocupado en absoluto y no mostró demasiado interés en más pruebas o tratamientos.

No volví a verle y nos mantuvimos en contacto por -email. Y el otro día facebook me informa de que es su cumpleaños, así que le felicito como todos los años y me encuentro con que Juanito murió el 1 de septiembre, de un cáncer de hígado. Hay algunas fotos que me recuerdan al hombre que conocí, lleno del Dios cristiano y de amor por los demás (que vienen a ser exactamente la misma cosa). Le he llorado pero estoy contento por él, dado que en Juanito se ha hecho realidad la sentencia de San Ireneo: “la gloria de Dios es el hombre que vive y la gloria del hombre es la visión de Dios”.  No me cabe duda de que Juanito vivió de veras (es decir, su vida fue dar vida a otros) y ahora estará en compañía del Dios Padre que a través de él muchos vislumbramos.

Que Dios le bendiga. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.

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