Marzo, el mes de monseñor Romero (V)

Se acerca el aniversario de su muerte martirial (35 años ya), y conviene recordarle y preguntarnos qué podemos aprender hoy de su persona. De aquel hombre que nos invitó a descubrir a Dios en todas las cosas y entre ellas en el dinamismo de la historia: “el Dios que está en la historia, que camina con la historia”. Que unía en sus homilías contexto bíblico y actualidad, y que aludía una y otra vez en ellas al pecado (personal y estructural), el perdón y la conversión. Un hombre en el fondo modesto y sencillo, vulnerable, que hablaba libremente porque nada tenía que ocultar, dado que su coherencia pública fue absoluta. Estoy convencido de que monseñor Romero tiene hoy un mensaje para cada uno de nosotros y para nuestra sociedad, la España y la Europa del siglo XXI. Para escuchar ese mensaje conviene no tergiversarlo ni dar una imagen parcial, selectiva, como posiblemente se intentó por algunos periodistas tras su muerte.

Porque monseñor Romero nunca fue enteramente clasificable: escuchó a todos y habló con todos, con quienes lo veneraban y con quienes lo rechazaban. Es cierto que, en su intento de mediar entre las fuerzas políticas, no fue equidistante: el último criterio de juicio, teológico e histórico, era el mundo de los pobres: según les fuese a ellos, al pueblo pobre, se pronunciaría sobre lo adecuado de una u otra opción política. Los hechos harían comprobar la sinceridad de las propuestas. Teniendo en cuenta que en nuestro país estamos en época electoral, qué vigentes parecen hoy las palabras de monseñor Romero, aunque ahora nada resulte tan sencillo como a veces nos parecía en la década de los 70 y los 80.

No creo que Romero hubiese simpatizado con opciones que no contuviesen referencias a Dios o a la cultura cristiana en sus programas: Dios y nuestra relación con él eran la constante de su vida y sus palabras, no entendía un mundo sin Dios, sin trascendencia. La trascendencia era parte de la liberación que la Iglesia ofrecía y enseñaba; así, finalizó su más famosa homilía de 23 de marzo con estas palabras: “La Iglesia predica su liberación tal como la hemos estudiado hoy en la Sagrada biblia. Una liberación que tiene el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia, que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza”. En esa misma línea, estaba convencido de que el camino de perseguir el cambio de estructuras sin realizar un cambio interior estaba abocado al fracaso. De eso sabemos mucho en España, me temo, donde los partidos prometen cambios que en realidad sustituyen unas personas por otras y se mantienen los mismos defectos y errores. La corrupción es un triste recordatorio que confirma las ideas de Romero.

Del mismo modo, creo que hoy hubiese seguido repudiando la violencia, a la escala que fuese: desde esa óptica y aludiendo a las manifestaciones de ayer en Frankfurt, debo decir que por justificadas que resulten las protestas (ciertamente el derroche en un edificio público en una época difícil es algo a rechazar y sobre lo que protestar), no es con la quema de coches y autobuses; con el lanzamiento de piedras y botellas contra los policías; no es con la destrucción de bienes públicos y privados, como Europa (El Salvador en las palabras originales de Romero) encontrará el camino menos violento de la salvación. Las protestas que degeneran en violencia pierden toda legitimidad y se descalifican a sí mismas.

Es tiempo –en su aniversario y siempre- de recordar a aquel hombre cabal que buscó un equilibrio entre oración y compromiso, entre la búsqueda de la justicia para las mayorías y la práctica de la caridad individual (que nunca abandonó), entre denuncia y anuncio; y buscar así en su vida y en sus palabras inspiración para las situaciones que vivimos hoy en nuestra España, en nuestra Europa y en nuestro mundo.

Recen por los enfermos y por quienes los cuidamos.

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